Quién me iba a decir el 19 de septiembre que hoy, casi tres meses después, estaría bloqueada en una ciudad, Cusco, viviendo los efectos colaterales de un golpe de Estado fallido.
A estas alturas, muchos de los lectores ya sabrán que, desde hace días, Perú está sumido en un caos. La gente se ha alzado contra un nuevo Gobierno defendiendo al anterior presidente, Pedro Castillo, que el 7 de diciembre decidió de forma unilateral cambiar las reglas del juego.
Recuerdo ese día estar en Pangoa, con los chicos del internado, y ver la noticia por el televisor. Desde allí no terminamos de vislumbrar todo el problema que se venía encima. En esos días pude hablar con algunos profesores, que estaban a favor del entonces presidente. Me sorprendió ver cómo algunos de ellos defendían el golpe de Estado o incluso llegaban a afirmar que era mejor vivir en una dictadura que en una democracia.
El sábado 10 tuve que salir corriendo de la selva para llegar a Quillabamba y, de ahí, a Cusco. Las noticias que llegaban esos días es que se iba a cerrar el tráfico terrestre y me sería imposible alcanzar la ciudad imperial. Pese a la tensión e incertidumbre, el viaje entre Quillabamba y Cusco es maravilloso, es una naturaleza que hipnotiza desde el primer momento en que la ves. La llegada fue muy tranquila. Nada presagiaba lo que iba a ser la ciudad solo un día después.
Las manifestaciones las puedo ver desde la puerta de la casa. Los manifestantes son muchos, grandes y pequeños, pero no hay que olvidar que un gran bloque son los universitarios. Al principio son pacíficas, pero, cuando van pasando las horas, se advierte cómo el ambiente se caldea. Los piquetes, provistos de palos, no dudan en entrar a las tiendas que resisten abiertas para extorsionar a sus dueños y obligarles a cerrar, e incluso amenazan a personas que van en motos o en coches, para que dejen de conducir.
Desde detrás de la reja de casa veo muchos de estos incidentes, y siento una enorme tristeza porque observo cómo hermanos luchan entre sí, se destrozan infraestructuras y medios económicos como el turismo; y todo por defender a un político que lo último que ha querido hacer ha sido una buena política en beneficio de su país.
El miércoles 14 por la mañana, justo una semana después de que todo empezara, me dispongo a salir a la calle y ver cómo ha sufrido la noche Cusco. Desde la salida de la casa se ven restos de las llantas y neumáticos quemados, piedras, asfalto levantado, y muchos restos de basura.
Una de las experiencias que jamás pensé vivir ha sido entrar a un supermercado de forma clandestina. Al preguntar a dos señores que iban vestidos con el uniforme de la tienda si se podía pasar, han subido la persiana y me han dicho «corra, entre, saldrá por otra puerta». Dentro estaba lleno de gente comprando víveres. Tal como me habían indicado, salí por otro lugar.
Este incidente constata que no todos los ciudadanos están de acuerdo en cómo se están llevando a cabo las protestas. Muchos peruanos no quieren cerrar sus negocios, dado que es su único medio de vida, y eso es tan respetable como el derecho a manifestarse.
Durante el paseo me he ido encontrando con manifestantes, muchos que lo hacen de forma pacífica, pero ya ves que algunos de ellos llevan en una mano un palo de madero o hierro, y en la otra una cerveza. Y me pregunto: ¿es la violencia el medio adecuado para conseguir las cosas? Todos sabemos que no es así: Gandhi fue un gran ejemplo de ello, pero, muchas veces, la falta de un sistema educativo que incida en los valores, en el diálogo y en el consenso hace que la gente opte por la vía fácil: la violencia.
El aeropuerto sigue cerrado. Así llevamos desde el lunes [12 de diciembre]. Esta situación nos llena de incertidumbre y a mí la pregunta que me surge de forma constante es: ¿llegaré a casa por Navidad?