La luz de Cristo - Alfa y Omega

La luz de Cristo

Viernes de la 3ª semana de Adviento / Juan 5, 33-36

Carlos Pérez Laporta
San Juan Bautista. Caravaggio. Palazzo Barberini, Galleria Nazionale d’Arte Antica de Roma, Italia. Foto: Lluís Ribes Mateu.

Evangelio: Juan 5, 33-36

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos:

«Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio en favor de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz.

Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado».

Comentario

«Mejor es iluminar que lucir», escribió Santo Tomás. Alumbra más quien comunica la luz a otros que quien promueve su propio lucimiento. «Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz», nos dice Jesús. La luz de Juan iluminó a los hombres de su tiempo, porque la verdad que testimoniaba arrojaba luz sobre las sombras del corazón humano. Porque ardía en su interior el deseo de Dios, atravesándolo todo, con su fuego esclarecía el alma de los hombres que venían a escucharle: Dios era la fuente y meta de todos sus anhelos que abrasaban las entrañas humanas; era Dios a quien buscaban a oscuras en cada cosa.

Pero, por el mismo motivo, dice Jesús «el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan». Jesús es «luz de luz», dice el Credo: el Padre le ha enviado. En Cristo no solo arde el deseo de Dios, sino que es Dios mismo su fuego y su luz. En Cristo el deseo humano y lo deseado divino se encuentran. Porque, paradójicamente, Dios no apaga el deseo humano, sino que lo inflama: como el fervor del amante por su amada no disminuye en su presencia, sino que se acrecienta, así los anhelos humanos no cesan en Dios, sino que se enardecen por toda la eternidad. Por eso en Cristo conocemos verdaderamente al hombre, porque en Él se manifiesta la zarza incombustible que el corazón humano está llamado a ser.