La enfermedad de Pablo - Alfa y Omega

Pablo nació con una enfermedad crónica de riñón; se la diagnosticaron cuando tenía 7 semanas. Uno se imagina el desconcierto de los médicos, el miedo de los padres, porque es una enfermedad rara, una en la que se han especializado solo dos personas en el mundo.

A Pablo le diagnosticaron a las 7 semanas una patología que lo marcaría de por vida. En el colegio era el niño enfermo. El que no podía correr, solo andar; el que no podía jugar al fútbol, solo mirar. El niño endeble que había de conformarse con dos vasos de agua diarios y que tenía una dieta especial para no morir. El niño de la insuficiencia, el niño del riñón calcificado.

A los 7 años los médicos juzgaron insostenible su situación. Pablo empezó a «ir a diálisis», esa era su actividad extraescolar. Sus compañeros de clase enchufaban la Play y él se enchufaba a una máquina que hacía las veces de riñón. Yo tengo mis inclinaciones luditas, pero ahora, mientras escribo esto, solo puedo bendecir la tecnología y a todos sus entusiastas: Pablo sobrevivía gracias a una máquina. Ella era su principio vital, la cuerda que lo sostenía en la existencia, la condición indispensable para que él continuara asombrándose, descubriendo el mundo, que es lo que hacen fundamentalmente los niños, también los enfermos.

Al cabo de un año, quizá algo más, la historia de Pablo dio un vuelco feliz: su padre le donó uno de sus riñones. Si bien lo hizo casi espontáneamente, sin darse importancia, exactamente como los padres hacen sus heroicidades, ese acto de entrega desmiente a todos los filósofos pesimistas y acobarda a las legiones diabólicas. Venció a la enfermedad, sometió al mal y al sufrimiento. Pablo era por fin un niño normal, o casi normal. Podía jugar al fútbol, comer lo que el resto, beber Coca-Cola. Ya no le debía su vida a una máquina, sino al amor de su padre. Sobrevivía gracias al amor.

El riñón, no obstante, terminó fallando. Con 17 años Pablo regresaba al principio, a los tiempos de la diálisis y la precariedad. Volvía a ser una persona enferma, pero lo era más conscientemente que antes. En la infancia el infortunio palidece ante el prodigio, el mal tiene la importancia de una anécdota y el bien la de un acontecimiento. En la adolescencia, cuando Pablo perdió el riñón de su padre, ocurre justo lo contrario. Una sombra nubla nuestro juicio, somos especialmente sensibles a la desgracia e insensibles al milagro. Uno se figura la rabia de Pablo, su indignación, cuando daban las nueve y tenía que despedirse de sus amigos para conectarse a la máquina. Uno se figura la impotencia, la soledad, la tristeza.

Uno se las figura y se equivoca. Pablo sentía rabia e indignación, claro, pero sobre todo gratitud. No le pedía cuentas a Dios, como haría cualquiera que estuviese en su pellejo. Rezaba y agradecía. Quien lo hubiese observado sin conocerlo habría concluido que era una persona afortunada, una a la que la vida había colmado de gracias y de bendiciones. Pero ya he dicho antes que nada más lejos de la realidad. Su alegría nacía del dolor, era como su hija bastarda. La precariedad, la fragilidad, el sufrimiento habían aguzado la mirada de Pablo, la habían hecho más penetrante. Era especialmente consciente de la contingencia de la vida y por eso la celebraba con más ímpetu. Quizá porque solo cuando se ha asomado a un abismo, solo cuando ha sentido el vértigo del vacío, puede alguien bendecir existencia de un suelo firme en el que descansar.

Tres años después a Pablo le trasplantaron un nuevo riñón que no tardó en fallar. Le duró unos pocos meses. Volvieron entonces la diálisis y sus consecuencias. Rechazó planes, viajes, ofertas laborales que nadie habría rechazado; se vio de nuevo abocado a elegir entre divertirse como el mundo se divierte o vivir. Pese a todo, su sonrisa no se desdibujaba, era más dichoso que la mayoría de los hombres sanos. Pablo, me doy cuenta mientras escribo, afrontaba cada día con dos solas certezas: que habría de estar cuatro horas conectado a una máquina y que eso daba absolutamente igual porque Dios lo amaba.

Ahora Pablo ha recibido un nuevo riñón y yo, en mis días sombríos, me sorprendo preguntándome si este también le fallará y cayendo luego en la cuenta de que el interrogante no puede ser más estéril. Ocurra lo que ocurra, le falle el riñón más pronto o más tarde, Pablo seguirá siendo el mismo: seguirá agradeciendo lo que los demás consideramos aborrecible, jugando al tejo sobre el mismo epicentro del terremoto, ahuyentando al demonio con su sonrisa. Ocurra lo que ocurra, Pablo Iturmendi seguirá siendo para mí lo que ha sido siempre: un amigo que me enseña cada día la inefable gracia de estar vivo.