Una llamada a la conversión
2º domingo de Adviento / Evangelio: Mateo 3, 1-12
El Adviento es el tiempo en el que el cristiano conecta con el Antiguo Testamento: recibe toda la carga espiritual del pueblo de Israel para abrirse al nacimiento del Mesías. De tal forma que el Adviento, además de ser una mirada al futuro, es un recibir espiritualmente la herencia, la riqueza de ese caminar que fue el Antiguo Testamento. Por eso, la virtud propia del Adviento que hemos de cultivar, pedir y ejercitar es la de la esperanza.
La historia de la salvación culmina en Cristo. En la Navidad celebraremos el nacimiento de Dios. Pero esa venida del Señor ha tenido antes milenios, millones de años, de espera y de caminar. La espera vigilante, protegida por Dios, inmediata ya a la venida del Señor, es el Antiguo Testamento: la historia ungida de Israel. Todo el Antiguo Testamento es una espera impaciente, activa y apasionada —aunque realmente tendríamos que añadir que toda la historia de la humanidad también es parte de esa espera—.
El deseo de Dios abre la esperanza, y esta no es ni más ni menos que el deseo de Dios en activo. El Adviento es un despertar del deseo de Dios, de la compañía del Señor, de su presencia. ¿Cómo suscita Dios la esperanza? El primer don del Espíritu es levantar hombres y mujeres de esperanza, como Abraham y Sara, José, Moisés, Samuel… Personas que no se asientan, que no se dejan atar por el presente, y que caminan anunciando, previendo, vigilando. Además de nómadas, viven en el desierto con lo esencial y nada más, en noches pobladas de estrellas, sin una vegetación que les permita ocultarse a la mirada de Dios. Una vez elegidos, Dios los protege, los cuida, los apoya, los libra de peligros, los conduce, generando una amistad y una confianza. Los grandes patriarcas no solo creen en Dios, sino que Él es su amigo en quien confían. De esta manera, la esperanza va creciendo. También hay momentos de abandono y castigo aparentes, para corregir desviaciones, para hacerlos madurar, para robustecer precisamente la esperanza. Poco a poco se va suscitando un movimiento de esperanza, representado en Juan Bautista, uno de los personajes claves del Adviento. Es el que anuncia ya la inminencia, el que ve lo que viene.
En este segundo domingo de Adviento, tan lleno de esperanza, el Evangelio nos plantea una llamada a la conversión desde el mensaje de Juan Bautista, introduciéndonos ya en el corazón de este tiempo. Paso a paso veremos cómo se va acercando la Navidad y cómo el Señor nos pide una actitud adecuada para su venida. En el pasaje aparece una figura nueva, que es prototípica del Adviento, y que es la concentración en una persona de todos los profetas, de todos aquellos soñadores a los que Dios había concedido una esperanza y una visión adelantada. Y Juan Bautista, el último profeta, el nuevo Elías para Israel, anuncia la llegada del Reino y pide la conversión para acoger ese Reino. Aparece en el desierto gritando: «Preparad los caminos al Señor». La petición del Bautista es que los caminos tan cerrados del desierto, que el hombre ha ido deteriorando y descuidando, ahora deben ser allanados. Ahora lo que es un montículo porque el hombre lo ha elevado tiene que ser rebajado; lo que es un bache, un accidente o una hondonada tiene que ser rellenado. Ahora hay que ensanchar todo lo que se pueda, porque viene el Rey, llega el Reino.
Juan el Bautista aparece preparando el camino. Vive en el desierto. Es libre. Sus vestidos no son los de un miembro de la corte o un ciudadano. Es la indumentaria sencilla del profeta: el manto de piel de camello. Es pobre. Su comida es elemental. Es la coherencia en el anuncio. Es el «solo Dios basta». Lo que anunciamos, lo que vemos, lo que está por llegar, es algo tan grande, tan hermoso, tan único, que solo eso es suficiente.
El Reino de Dios está próximo. Este el centro de la predicación del Bautista. Y precisamente el Adviento es el anuncio de ese Reino, que viene en misericordia, en sencillez y en perdón. Nos podemos oponer a ese perdón encerrándonos en la soberbia y rechazándolo. Pero la idea del Señor es otra: es la acogida del hijo pródigo, sea fariseo, saduceo, publicano o prostituta, siempre y cuando sea consciente de su pecado y pida perdón.
La conversión, a la que nos invita el Evangelio de este domingo, es una decisión personal, que supone un cambio en las relaciones. Es una decisión de desligarme de unas relaciones para religarme en otras. La decisión y el cambio de relaciones dan frutos. Una auténtica conversión empieza en el interior, pero acaba en la conducta. Por tanto, la conversión es una decisión interior, una relación renovada y un cambio de comportamiento. Pero, ante todo, la conversión es una gracia de Dios. Acontece cuando el corazón es herido por el amor de Dios, y llora lágrimas de compasión a Dios, a un Dios que al hacerse hombre y sufrir nuestros dolores llora las lágrimas de toda la humanidad. Y entonces, cuando esa compasión entra en el alma por obra del Espíritu Santo, el corazón se libera y nace una nueva libertad, porque la conversión es posible.
Por aquellos días, Juan el Bautista se presentó en el desierto de Judea predicando: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos». Este es el que anunció el profeta Isaías diciendo: «Voz del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”». Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y de la comarca del Jordán; confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán. Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo: «¡Raza de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: “Tenemos por padre a Abrahán”, pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras. Ya toca el hacha la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego. Yo os bautizo con agua para que os convirtáis; pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo y no merezco ni llevarle las sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Él tiene el bieldo en la mano: aventará su parva, reunirá su trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga».