La necesaria relación entre fe y cultura. Cultura es todo lo que expresa nuestro sentido de la vida
La más genuina manifestación de la fe cristiana es la belleza, expresada de muy distintas maneras: desde el padre que enseña a santiguarse a sus hijos, hasta la satisfacción de acabar el día con la tarea bien hecha. La fe toma cuerpo en las más diversas expresiones culturales: desde la Piedad de Miguel Ángel, hasta el Programa Cultural de la pasada JMJ. Todo ello muestra la necesaria relación entre la fe que celebramos y la cultura en la que se encarna
«Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas»: estas palabras del Papa Benedicto XVI en Porta fidei constituyen un diagnóstico certero sobre Occidente. La cultura revela síntomas de decadencia porque se está debilitando la fe de muchos de nuestros contemporáneos; al mismo tiempo, una fe reducida a emociones o a moralismos es incapaz de encontrar una expresión cultural fecunda. Así pensaba también Juan Pablo II, cuando afirmó: «La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida».
Una nueva humanidad
Don José Miguel García, responsable de la recientemente creada Delegación diocesana de Cultura, del Arzobispado de Madrid, hace una precisión: «La cultura no se debe entender solamente como un conjunto de manifestaciones artísticas. Cultura es todo lo que expresa nuestro sentido de la vida. Desde esta perspectiva, cualquier cristiano, en tanto ha encontrado a Cristo y lo ha percibido como un bien para su vida, entra en contacto con la realidad desde esa pertenencia. Cristo genera una nueva humanidad, expresada en todo lo que hacemos: nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestra vida cotidiana…».
En definitiva, se trata de un nuevo modo de vivir, que se manifiesta en todas nuestras acciones diarias. Pero hay varios obstáculos que podemos encontrar. «Probablemente, los más peligrosos son los internos —señala don José Miguel—. Lo que hace infecunda nuestra fe es una concepción dualista del cristianismo, que lamentablemente ha entrado en la Iglesia, y que parte de la base de que la fe es algo privado, que no puede manifestarse en ámbitos como la política, la economía, la universidad… El peligro que tenemos los creyentes está en ceder ante esta mentalidad y, en vez, de entrar en el mundo y enriquecerlo con nuestra fe, retirarnos a nuestros cuarteles de invierno».
Una de las instituciones que más colaboró en la organización de la pasada JMJ fue la Fundación Madrid Vivo. Lejos de cerrar su implicación con el desarrollo social impulsado por la labor de la Iglesia, la semana pasada constituyó un comité ejecutivo, y tres comisiones con capacidad para trabajar en sendas áreas concretas: la ayuda social a las familias, el impulso educativo y el apoyo a universidades, y una tercera comisión cultural orientada a realzar el inabarcable patrimonio cultural de la Iglesia.
El presidente de honor de la Fundación, el cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco, ha destacado la importancia de una sociedad civil bien articulada y comprometida con los grandes temas de fondo que preocupan a toda la sociedad, por lo que ha agradecido a todas las empresas vinculadas con la fundación su esfuerzo por colaborar en esta tarea.
Al fin y al cabo, en el fondo de la relación entre fe y cultura está la cuestión de la belleza. El problema está en que, hoy, «la experiencia de la belleza no es tan inmediata, porque la belleza se ha reducido al mero gusto estético, algo que encierra al hombre dentro de sí mismo». Pero es precisamente en torno a la belleza cuando puede surgir un diálogo fecundo con los no creyentes. El Delegado de Cultura de la archidiócesis de Madrid confirma que «hay un punto que permite el diálogo: la pregunta sobre qué es el hombre. Por ejemplo, constantemente leemos artículos en periódicos de gente que no tiene que ver con al Iglesia y que hablan de una nostalgia y un deseo de felicidad, o de una atracción por el bien… Todas estas dimensiones deben ser nuestro ámbito de diálogo. Es algo que nos abre al misterio, que está en el tejido de nuestro ser».
Así, experiencias de diálogo, como el Atrio de los gentiles, «no suponen un sincretismo, sino un diálogo sobre la apertura al misterio que tenemos dentro todos los hombres». Lejos de una propuesta ajena a la evangelización, don José Miguel García aclara que, «en principio, este diálogo sólo puede promover al cien por cien la Iglesia, porque sólo la Iglesia es la que entiende verdaderamente al hombre. De hecho, la verdad del hombre se descubre a la luz de Jesucristo. El hombre, por sí solo, no se puede entender. Sólo la Iglesia, por el encuentro con Cristo, puede hacer inteligible al hombre. Y en este diálogo ya entra Cristo al cien por cien; ahí hay ya un anuncio de Cristo. Luego, cuando el hombre se adhiere al atractivo que suscita Cristo, comienza un camino de fe, que es algo posterior».
No depende de subvenciones
Doña Carla Diez de Rivera, que fue directora del Programa Cultural de la JMJ, señala que la relación entre fe y cultura no depende de subvenciones, ni de la disponibilidad de espacios, o de elaborar una cierta estrategia cultural. La fe se concretará en una expresión cultural «sólo si vivimos un encuentro personal con Cristo, no de forma teórica y lejana, ni ideológica o normativista, sino de un modo en que se haga vida, encarnándola. Si se lleva dentro a Cristo, se expresará a Cristo. De lo que abunda el corazón, habla la boca». Pero esta responsabilidad no es exclusiva de artistas: «También el padre y la madre de familia, por ejemplo, manifiestan la imagen de Dios que tendrán sus hijos. Nuestra forma de vivir en casa tiene que inspirar el hogar de Nazaret». Por este motivo, es de vital importancia la cultura que alimenta nuestra vida diaria. «Es importantísimo —señala doña Carla Diez de Rivera— enseñar a gustar a los hijos la belleza, enseñarles a mirar, a reconocer lo bello. Es un camino a descubrir: enseñar a cuidar un libro, qué libro regalamos, entrar en una catedral, aprender a mirar un cuadro. Es un mundo riquísimo».
Si hoy se constata la dramática extensión en nuestro mundo de la cultura de la muerte, también se podría hablar de la cultura de la fealdad. «Lo que sucede —señala la responsable del Programa Cultural de la JMJ— es que la gente no sabe dónde encontrar la belleza. Nadie, en general, rechaza lo bello cuando lo conoce, lo que pasa es que no sabe dónde está. Hay que acompañarles en esta búsqueda, ya que, cuando uno lo descubre, eleva el espíritu, y esto sucede ante un buen concierto, una buena exposición… Es necesario acompañar a la gente en ese camino, porque a veces no saben dónde buscar. Nadie les ha enseñando cómo hacerlo». Y ahí está también parte de la labor de la Iglesia: «Cuando se sabe enseñar la belleza, la gente la reconoce; hay que ayudarles en este recorrido. Es todo un mundo de posibilidades».