Lecciones prácticas de Divina Misericordia - Alfa y Omega

Lecciones prácticas de Divina Misericordia

«La misericordia es el amor en acción, el amor que se despoja y se arremanga para acercarse al misterio del dolor, llevando la esperanza de la Resurrección». Lo explicó el obispo de San Sebastián, al celebrar, el domingo, la Eucaristía por el alma de las víctimas mortales del terrorismo y por sus familiares. El misterio de la Divina Misericordia —dijo— encierra «el mensaje central del cristianismo: Dios es amor y su relación con nosotros está fundada en la misericordia». Se trata de un concepto teológico de gran complejidad, que, sin embargo, resulta fácil de comprender al contemplar cómo actúa: la Divina Misericordia transforma en esperanza el dolor de la violencia terrorista, convierte una unidad oncológica infantil, o una residencia de enfermos terminales, en el lugar más feliz del mundo y se lanza corriendo al camino a abrazar a cada hijo pródigo que regresa a la casa del Padre

Ricardo Benjumea
El obispo de San Sebastián durante su homilía, el pasado domingo, en la catedral.
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Monseñor Munilla, a las víctimas del terrorismo: «Orad por vuestros verdugos»

«Apóstol de la Divina Misericordia», llamaba a Juan Pablo II, en su funeral, el entonces cardenal Ratzinger: «El límite impuesto al mal es, en definitiva, la Divina Misericordia —decía el futuro Papa—. Cristo, sufriendo por todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento… Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor, y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien».

La Divina Misericordia ilumina, abraza y da sentido a todo sufrimiento humano. También el originado por la violencia terrorista. Por eso, precisamente el pasado domingo, el segundo de Pascua, día en que se celebra esa fiesta instituida por Juan Pablo II, monseñor José Ignacio Munilla celebró la Eucaristía por el eterno descanso de las víctimas mortales de la violencia terrorista y por el consuelo de sus familiares.

En la catedral donostiarra del Buen Pastor, escuchaba al obispo una nutrida representación de víctimas: «Queridos hermanos que habéis sido víctimas de la violencia —les decía—, permitidme compartir con vosotros unas reflexiones. Las hago con profundo respeto y consciente de que estoy entrando en un terreno sagrado, como es el sufrimiento en vuestras vidas. Soy consciente de que sólo con la actitud del amor misericordioso es posible acercarse a las víctimas para ayudarles a que se levanten y reanuden su camino. La fe cristiana nos permite barruntar que donde hay sufrimiento, allí hay un suelo sagrado; y que, por lo tanto, debemos descalzarnos antes de entrar en él…».

Tras el atentado de ETA en Hipercor, de Barcelona.

Las víctimas del terrorismo saben, por décadas de experiencia, que el sufrimiento no termina con el atentado. En el País Vasco, al tiro en la nunca ha seguido, a menudo, el estigma social a la familia, por complicidad con los verdugos o por cobardía. Sin embargo, monseñor Munilla anima a romper esa espiral: «Que el sufrimiento que habéis padecido y que continuáis padeciendo, no os impida conocer y experimentar la bondad de Dios, la confianza en el prójimo y la esperanza en un futuro mejor. Sería especialmente triste que las heridas padecidas nos arrebatasen la experiencia del amor de Dios y del amor de los demás». El peligro es grande: «Dejarse querer no es tan obvio ni tan fácil», y menos «cuando se han padecido la crueldad de la violencia… No nos extrañemos de que, después de haber padecido un daño físico ya irremediable, el Maligno pretenda incluso hacernos un profundo daño espiritual perdurable. Recuerdo unas palabras que escuché en cierta ocasión de labios de uno de vosotros, y que han sido una auténtica lección para mi vida de sacerdote: Han matado a mi hijo, pero no conseguirán robarme la fe en Dios, ni la esperanza de santidad».

Por eso es tan importante la oración en el camino de sanación. «Necesitamos tocar a Jesús en la oración; o mejor aún, dejar que Él toque nuestras heridas». Pero aún hay más: «Para poder acoger la misericordia que necesitamos, es preciso practicarla con los que la necesitan tanto o más que nosotros, e incluso con quienes la necesitan menos que nosotros. La mejor terapia para sanar nuestras heridas es la práctica generosa de la misericordia con las personas que nos rodean. Ésta es una de las paradojas del mensaje de Cristo», que, «dando, se recibe».

«Desde esta convicción —concluía monseñor Munilla—, con temblor y temor, pero con la certeza que nos da el Evangelio de Jesús de Nazaret, me atrevo a proponeros en este domingo de la Divina Misericordia, a todas las víctimas de la violencia que os sentís cristianos, que oréis con fe y esperanza por la conversión de quienes fueron vuestros verdugos. Será una oración heroica que contribuirá en gran medida a la sanación de vuestras heridas. Y, no lo dudéis, será una oración eficaz; si bien es cierto que siempre quedará condicionada al misterio de la respuesta de la libertad del hombre».

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La enfermedad y la muerte no tienen la última palabra. «¿En el cielo hay punto de encuentro?»

¿Cómo se soporta la imagen del sufrimiento de un niño con cáncer? ¿Y si el niño muere? Cuesta creerlo, pero una unidad oncológica infantil puede ser un lugar realmente luminoso y feliz…

Cuando era una estudiante de Medicina en prácticas, Blanca López-Ibor conoció en el hospital a una niña con leucemia. «Un médico residente me dijo: No te encariñes; sufrirás mucho. Le respondí: No me gustaría ser esa niña y tener un médico como tú. Hace unos días me volví a encontrar con él, y le dije: Gracias a ti me hice oncólogo pediatra».

La doctora López-Ibor hacía esta denuncia en una de las mesas redondas del último EncuentroMadrid, la cita anual que, cada año, organiza a comienzo de la primavera el movimiento Comunión y Liberación: «¡Un niño con cáncer es un niño, no un cáncer!».

Imágenes del día a día en la unidad de Oncología Pediátrica del Hospital Madrid Montepríncipe.

«Los médicos aprendemos a hablar, pero no a escuchar. Aprendemos una Medicina cada vez más defensiva, porque tenemos miedo a que nos denuncien los pacientes. Entramos sin siquiera llamar a la puerta en las habitaciones de nuestros enfermos, como elefantes en una cacharrería, pensando que somos los dueños de su vida y de su muerte. Y transmitimos incertidumbre, porque no podemos soportar la incertidumbre del futuro de nuestro enfermo».

«Algo faltaba en nuestra formación como médicos», reconoce. «No había aprendido a llamar a la puerta y entrar en ese misterio del sufrimiento humano». Pero decidió que eso debía cambiar. Le costó varias mudanzas de hospital, hasta que encontró un lugar donde poner sus convicciones en práctica, en la Unidad de Hematología y Oncología Pediátrica que hoy dirige en el Hospital Universitario Madrid Montepríncipe. «El centro de nuestro trabajo es el niño, y todo lo demás está a su alrededor y al mismo nivel: los médicos, la atención espiritual, las enfermeras, el colegio, los voluntarios…».

Cambiaron los objetivos: «Ya no sólo queremos curar niños. Queremos después adultos sanos, desde el punto de vista físico, psíquico, social y espiritual, no hipocondríacos ni amargados, o personas que no se hayan enterado de nada de lo que es el sufrimiento».

Aun cuando la curación no es posible, hay mucho que hacer. «Después de la muerte, ¿con qué padres, con qué hermanos, con qué abuelos, con qué amigos nos vamos a encontrar? Cada 15 días, me reúno con padres con niños que están en el cielo, y son ellos los que me han enseñado que todo esto vale la pena».

Cuando ella inició su carrera, menos del 50 % de los niños se curaban; hoy, en unidades como la suya, son cerca del 80 %, pero esos datos nunca son concluyentes. «Cuando conocemos a un enfermo, nosotros no sabemos si va a vivir o morir, aunque las estadísticas digan que tiene todas las posibilidades de lo uno o lo otro. La vida y la muerte no están en nuestras manos. Ojalá todos los médicos entendieran la grandeza y la dignidad de cada día en la vida del enfermo que no tiene curación», dice, y enseña unas fotos que le acaba de enviar la madre de Jaime. «Temía una leucemia de la que se suponía que se tenía que curar, pero no… Era una leucemia refractaria, una de cada mil lo son…». La leucemia volvió tras un trasplante de médula. Al niño le dieron unas pocas horas, pero quiso volver a casa. «Las horas pasaron a días, después a semanas. Y Jaime pasó sus últimos Reyes Magos con sus hermanos. Y fue el niño más feliz del mundo. Salió a comer, a jugar, fue al colegio a ver a sus amigos del colegio Retamar… Se despidió con un hasta luego de sus hermanos».

¿Y cómo se soporta la muerte de un niño? «Es un hecho antinatural, pero también indiscutible; no puedes pelear contra eso. Es el mayor sufrimiento posible para unos padres y es inabarcable para la razón humana. ¿Cómo puede llegar a aceptarse esto? Sólo cuando hay un sentido de trascendencia».

Jorge, de 8 años y en silla de ruedas, le preguntó: «¿Blanca? ¿El alma tiene pies?». Ella respondió: ¡Por supuesto que sí! «¿Y en el cielo hay punto de encuentro?». A todos les quedó claro lo que estaba preguntando. El cura de la unidad le había regalado una tortuga, porque gracias a las tortugas habían hecho migas. «Pocos días antes de irse al cielo —cuenta la doctora—, había que verle, con un pijama-manta, hablando a través de intercomunicador, y con la tortuga que subía y bajaba… ¿Y cómo quieres que se llame la tortuga?, le preguntamos. Él dijo: Veloz. En la Misa de Gloria, el cura dijo (era el Evangelio en el que Jesús da gracias al Padre por esconder las cosas a los sabios y enseñárselas a los humildes): Sólo el amor puede llamar a una tortuga Veloz. Y entonces entendí».

La experiencia del hijo pródigo: Del cine erótico, a la Misericordia Divina

«Fuera de la misericordia de Dios no hay otra fuente de esperanza para los seres humanos». Esta frase de Juan Pablo II la conoce muy bien Claudia Koll, lanzada a la fama mundial por la película erótica de Tinto Brass Todas lo hacen. «Sólo la Misericordia Divina es capaz de poner un límite al mal; sólo el amor omnipotente de Dios puede doblegar la potencia de los malvados y el poder destructivo del egoísmo y del odio». La fuerza de estas palabras, de Karol Wojtyla, Claudia las ha vivido en su propio pellejo. Después de la notoriedad alcanzada por la película, en 1992, el mundo se le rindió a los pies de su belleza: llovieron contratos televisivos.

Y sin embargo, se sentía profundamente sola, un vacío que trató de llenar con la meditación new age, aunque esto le hundió aún más en la soledad. Fue entonces cuando redescubrió la oración, en particular el Rosario, aprendido de los labios de su abuela ciega. «Encontré al Señor en un momento dramático de mi vida, en el que ningún hombre hubiera podido ayudarme; sólo el Señor, que escruta en los abismos del corazón, podía hacerlo —confiesa la actriz—. Le grité, y Él me respondió, entrando en mi corazón, con una gran caricia de amor. Sanó algunas de mis heridas y perdonó mis pecados; me ha renovado y me ha puesto al servicio de su viña. Me sentí como el hijo de la parábola del Hijo Pródigo: acogido por el Padre, sin ser juzgado. Descubrí a un Dios que es Amor y gran Misericordia».

Tras este encuentro con Dios, decidió entregar su vida a la Divina Misericordia, ejerciendo con un talento enorme su profesión artística y recorriendo África, para echar una mano allí donde es útil. Hoy es directora artística de Star Rose Accademy, escuela de espectáculo con sede en Roma. «Tras el encuentro con el Señor Jesús, mi vida ha cambiado —prosigue—. La conversión es fruto del reencuentro con este Padre, rico de Misericordia. Como Jesús me ha reconciliado con el Padre por los méritos de su Pasión, muerte y resurrección, invito a quien se ha perdido a reconciliarse con el Padre». Y concluye: «El mensaje de la Divina Misericordia es un gran mensaje para la Humanidad que sufre y que ha perdido la paz. Con la oración, la adoración eucarística, la participación en la Santa Misa y el sacramento de la Reconciliación, el Señor cura nuestras heridas y nos pone de nuevo en camino. Dios no tiene preferencias. El amor, encontrado en el sufrimiento, me lleva a salir al paso de quien sufre para llevar precisamente este Amor, para consolar con la misma consolación con la que he sido consolada para infundir confianza en Dios, en su Misericordia».

Jesús Colina. Roma

Sí, es posible vivir de la Providencia. «¿Que quién paga aquí la luz? Pues el Señor…»

Para ser sanados por la Divina Misericordia, hay una condición indispensable: dejar a la Divina Misericordia actuar… Desde hace 80 años, el Cottolengo del Padre Alegre, de Madrid, vive estrictamente de la Providencia, y jamás le ha faltado lo necesario. La directora del centro contó esta experiencia en el EncuentroMadrid 2012

La madre Claudia Cuello llegó al Cottolengo del Padre Alegre, de Madrid, de visita, pero ya lleva allí 25 años, y —confiesa— cada día es más feliz, en esa familia —así la llama— que conforman enfermos, religiosas, voluntarios, cuidadores…

«¿Cómo es posible esa alegría? Eso fue lo que a mí me impactó. A pesar de que son enfermos incurables y pobres (hay que reunir las dos condiciones para ser admitido), a pesar de que esa gente que no tiene nada, ni siquiera salud, es feliz».

Lo más llamativo en el carisma de la Congregación de Servidoras de Jesús es su abandono radical a la Providencia. No piden ni aceptan nada que sea objeto de petición; rechazan ingresos fijos. Y no es por orgullo. «Queremos dejar a Dios ser Dios. Dejar que actúe —explica la madre Claudia—. Él sabe lo que necesitamos y nos lo va a hacer llegar de una manera u otra. Muchas veces no en la forma en que imaginábamos o esperábamos, pero sí en la forma que nos conviene».

Al principio, cuesta. La madre Claudia, que estudió para profesora de Matemáticas, reconoce que tuvo que dar «un gran salto», y superar muchos prejuicios. Explica: «Nos hemos acostumbrado a asegurarlo todo; no le dejamos espacio a Él». Pero cuando eso cambia, la persona se maravilla al empezar a percibir la mano de la Providencia en todo. «Si Le dejáramos actuar más, las cosas serían muy distintas hoy —sostiene—. Habría una humanidad más libre y más alegre».

En sus 80 años, el Cottolengo del Padre Alegre, de Madrid (uno de los 6 centros que existen hoy en España), nunca se ha sentido abandonado por Dios, aunque, afuera, existe un mundo que no termina de dar crédito…

Una médico de la Seguridad Social, que había estado a cargo de un Cottolengo, contó, en el EncuentroMadrid 2012, una anécdota que le sucedió durante una visita, acompañada del trabajador social de su centro de salud, un no creyente. El hombre comenzó a preguntar:

—«¿Comen los enfermos todos los días? ¿Y qué comen?». Respondía una religiosa: «Hoy han comido macarrones, filetes…». —«¿Pero comen todos los días? —insistía él— ¿Y quién lo paga?». —«El Señor…», respondía la mujer. –«¿Y quién paga la luz?». —«Pues el Señor…». —«¡¿Pero qué señor?! —inquiría el hombre, totalmente fuera de sí—. ¡Yo quiero ver las facturas!».

«Venid y veréis», es todo el mensaje que la madre Claudia lanza a los escépticos. Cuando uno se abandona en sus manos, la Providencia no falla. A menudo, cumple con creces, pero las hermanas no almacenan… Si reciben un camión con naranjas, las reparten con otros pobres.

«¿Que si es posible vivir de la Providencia? —concluye la religiosa— No es que sea posible; es que es la única manera de vivir con plenitud».

R. B.