Los nazis también se infiltraron entre los cristianos europeos
Muchos de nuestros hermanos en la fe creyeron, no solo en Alemania y Austria, sino en toda la Europa ocupada y los países neutrales, que los nazis eran el futuro. Hubo religiosos y laicos que participaron de sus crímenes
La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 tuvo lugar la Noche de los Cristales Rotos, uno de los grandes crímenes antisemitas de la Europa anterior a la Segunda Guerra Mundial. El 7 de noviembre, un joven judío nacido en Alemania y de origen polaco llamado Herschel Grynszpan había matado a Ernst vom Rath, secretario de la embajada alemana en París, como represalia por la política de expulsión de judíos impuesta por el Gobierno del partido nazi. El asesinato de Vom Rath sirvió de pretexto a los nazis para organizar una oleada de linchamientos de judíos orquestada desde el aparato del Estado y el partido.
En Alemania y Austria, miembros de las SA, las SS y las Juventudes Hitlerianas mataron a unos 90 judíos. Incendiaron casi todas las sinagogas de Alemania, que, en general, los bomberos dejaron arder mientras vigilaban que el fuego no se extendiese a los edificios colindantes. De las 94 sinagogas de Viena, casi todas fueron pasto de las llamas. Por doquier se profanaron los cementerios judíos. Casas y tiendas sufrieron destrozos y saqueos. Las autoridades culparon a los judíos de su propio sufrimiento. 30.000 de ellos fueron detenidos y deportados a Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald. Las comunidades judías fueron condenadas a pagar colectivamente una indemnización de 1.000 millones de marcos por los destrozos. La atrocidad fue tan grande que algunos países rompieron relaciones diplomáticas con el Reich.
El camino que condujo a los campos de concentración no comenzó con la invasión de Polonia en 1939, sino que su punto de partida era anterior. Cuando Benedicto XVI visitó el campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, establecido en 1940 por los ocupantes alemanes en Polonia, tuvo palabras de una enorme lucidez y valentía: «Tomar la palabra en este lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que no tiene parangón en la historia, es casi imposible; y es particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un Papa que proviene de Alemania […], hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar, y también con la fuerza del terror y de la intimidación; así, usaron y abusaron de nuestro pueblo como instrumento de su frenesí de destrucción y dominio». Creo que, en estos días en que se conmemora la Noche de los Cristales Rotos, los católicos hemos de contemplar este episodio y el horror que representa con esa valentía con que el Pontífice visitó Auschwitz. En efecto, «es particularmente difícil y deprimente para un cristiano» afrontar un pasado que nos muestra cómo tantos de nuestros hermanos en la fe abrazaron una ideología incompatible con el seguimiento de Cristo. Aquellos hermanos nuestros, con quienes compartimos la gracia del Bautismo, fueron, en efecto, confundidos, engañados y amedrentados, pero también los hubo convencidos y fascinados.
Es cierto que en la Iglesia católica en Alemania la infiltración nazi fue menor y menos intensa que en las iglesias protestantes. Para dividir a estas últimas, los nazis inspiraron el movimiento de los Cristianos Alemanes, que afirmó la compatibilidad del cristianismo y el nazismo. Intentos similares fracasaron en la Iglesia católica. Sin embargo, sí hubo división entre los obispos sobre cómo afrontar el desafío nazi. Ninguno era filonazi, ninguno propuso abrazar el nazismo, pero sí hubo alguno, como Adolf Bertram (1859-1945), que invocó la doctrina del sometimiento a la autoridad civil legítimamente constituida con independencia de su ideología. Como señala García Pelegrín en su magnífico libro La Iglesia y el nacionalsocialismo. Cristianos ante un movimiento neopagano (Ediciones Palabra / Digital Reasons, 2014), citando a su vez a Ronald J. Rychlak, «Bertram no se mostró en ningún momento cercano a la ideología nacionalsocialista, pero tampoco cuestionó nunca la obediencia civil frente a Hitler». Sin embargo, sería injusto centrarse solo en los obispos, en cuyas filas hubo decididos opositores al nazismo como Clemens August von Galen, a quien apodaron el león de Münster por su valentía.
En efecto, muchos católicos creyeron —no solo en Alemania y Austria, sino en toda la Europa ocupada y los países neutrales— que los nazis eran el futuro. Hubo sacerdotes, religiosos y laicos que los siguieron y participaron de sus crímenes. En el Estado Independiente de Croacia, por ejemplo, los colaboracionistas croatas —los siniestros ustashe— perpetraron un genocidio contra judíos, gitanos y serbios. El campo de Jasenovac, en el límite entre Croacia y Bosnia y Herzegovina, simboliza la matanza. El croata Miroslav Filipovic (1915-1946), fraile franciscano y sacerdote, capellán de los ustashe desde enero de 1942 —antes de unirse directamente al movimiento en febrero de ese año—, destacó por su participación directa en las matanzas y sus responsabilidades en la organización del campo. Hay que advertir que en abril de 1942 fue suspendido y, en octubre, expulsado de la Orden Franciscana. Sin embargo, su terrible caso no puede dejar de interpelarnos sobre ese descenso al abismo.
Ese horror del siglo XX, el siglo de los campos y los guetos, los crematorios y las fosas, solo puede contemplarse a través de la cruz. También en Auschwitz, años antes de la histórica visita de Benedicto XVI, san Juan Pablo II había dicho, al final de su homilía en el campo, que «a los que me escuchan creyendo en Jesucristo les pido que se centren en la oración por la paz y la reconciliación». Quizás sea el único modo de afrontar no solo el pasado, sino también el futuro.