El ángel Esmeralda - Alfa y Omega

El ángel Esmeralda

Javier Alonso Sandoica

A pesar de lo que diré más adelante, considero a Don DeLillo uno de los más grandes escritores vivos, porque escribe de las cosas que apenas advertimos, cosas que estamos a punto de pensar, pero ahí se quedan, en el primer crack del cascarón. Además, ha creado una estructura narrativa imprevisible y exigente. Si Botero no puede pensar sino en curvas y en exceso de volúmenes, DeLillo piensa en vertical, y llega hasta las marismas más en sombra del alma. El hombre suficiente de nuestro siglo debería leer todos esos miedos y fragilidades que el neoyorquino propone en sus personajes de ficción, para reconocer sus límites. Lo malo es que no atina con el sentido religioso, y lo convierte todo en cliché.

Seix Barral acaba de publicar sus cuentos, que, para los que devoramos sus novelas, nos parece una novedad absoluta, ya que el relato es el género opuesto a la narrativa de carrete. El ángel Esmeralda cuenta la historia de Edgard, una religiosa mayor, y Gracie, una religiosa joven: ambas reparten comida a diario a los más necesitados del Bronx. Observan de lejos a una niña que apenas se deja ver, Esmeralda, ágil como una ardilla, lista. Un día se enteran de que ha sido violada y arrojada desde un tejado. Pero algunos lugareños, cada vez que llega la noche y el tren que cruza el río Bronx ilumina una valla, creen ver su rostro bajo un anuncio de zumo de naranja. Se organiza una algarabía pentecostal de aleluyas y visitas al lugar presuntamente milagroso, y la historia termina con la llegada de los operarios, que quitan el cartel y dejan el letrero: Espacio disponible. Se acabó el milagro. DeLillo derrumba el trabajo de las religiosas cuando les priva de sentido: «La oración es una estrategia práctica, es granjearse una ventaja temporal en los mercados de valores del pecado y la remisión». Con tamaña definición de la oración, la labor de las monjas queda abocada a sus solas fuerzas: tenacidad y filantropía desmedidas, pero Dios se queda en la acera, y ya no viaja con ellas en el furgón. Los trazos tópicos de cada una añaden inverosimilitud a los personajes: «Gracie era un soldado, una luchadora por la dignidad humana; y Edgard protegía un conjunto de normas y prohibiciones». Pobres monjas, tan abandonadas a sí mismas.

DeLillo nos dice que el hombre exige señales milagrosas, incluso grotescas, para creer, pero quita el quicio de lo sobrenatural: Dios, que, desde el silencio de la oración, transforma la actividad cotidiana en una vida diferente.