En la muerte de mi madre. El lienzo de la Verónica
Ella que siempre había temido a la muerte, ella que se había sonreído de cosas serias, ya no era así en sus últimas horas; Alguien la estaba mirando con tal amor, que estaba haciendo salir toda su grandeza humana. Ante esa mirada, desaparecían todas las mezquindades, todo lo que mi madre no era, todo lo que era sólo a medias, y aparecía la madre que era de verdad. Resultaba evidente que algo sucedía entre su alma y Dios: era mi madre el lienzo de la Verónica, que, empapada de Dios, reproducía el rostro de Cristo…
Mi madre, Ana, falleció el 12 de julio, día de Santa Verónica. Estaba muy enferma de cáncer. A duras penas había asistido a mi boda el 12 de mayo, y a partir de entonces cayó en picado: había dejado de caminar, apenas comía, y lo que comía lo vomitaba, tenía diarreas, no podía respirar, a veces ni hablar, se estaba hinchando; su carácter lo había cambiado la enfermedad, nunca sonreía, no quería ver a nadie.
El médico nos había dicho el 24 de abril que le quedaba menos de un año de vida, quizá no llegaría a los seis meses; el empeoramiento desde entonces fue rapidísimo. A finales de mayo, mi madre ingresó en el hospital, donde le curaron una infección de orina; a mediados de junio, ingresó de nuevo para que le drenaran del abdomen el líquido ascítico que le producía el cáncer y le dieron el alta, citándola 15 días después. A los 15 días, se encontraba tan mal que no se sentía con fuerzas para ir a la consulta médica, y mi hermano Nito y yo abandonamos el trabajo para convencerla y llevarla al hospital. La ingresaron y, tras unas pruebas, nos dijeron que no tenía solución, que moriría en el hospital. Pedí permiso en el trabajo para estar junto a ella a partir de entonces.
Como podía morir en cualquier momento, busqué un sacerdote para que recibiera los sacramentos… Cuando llegué al hospital, a la planta de oncología, pregunté a las enfermeras por el teléfono del capellán. Me respondieron que el capellán era aquel hombre que estaba a 10 metros de la habitación de mi madre. Le pedí que le diera los sacramentos, la Confesión, la Comunión y la Santa Unción. Se lo expliqué a mi madre: «Me he encontrado con el capellán. Puede darte los sacramentos y venir a traerte la Comunión todos los días». Mi madre lo aceptó sin problemas. Dos días después, murió. El capellán no volvió, pero mi madre ya estaba en gracia de Dios. Ya estaba tranquila, dejó de resistirse.
Los últimos días que pasó en el hospital fueron intensos. Mi padre no se separó ni un instante de su lado. Mi madre se reconcilió con mi hermano Juan Pedro, con el que discutía a veces, y nos pidió que no nos peleáramos. Yo me deshacía en decirle que la quería y darle besos. Mi madre me hacía saber de mil maneras que también ella me quería a mí: me cogía de la mano, me pedía que no me alejara. Yo le hablaba de Jesús, y le decía que estaría con ella hasta el final, que la llevaría de la mano al otro mundo. Ella nunca me había contestado otras veces cuando le había hablado de Jesús y del cielo, a raíz del cáncer. Ahora, en cambio, me confiaba: «Quiero ver a Jesús y a mis padres».
Entre esas conversaciones, se quitó sus pendientes y me los dio. Le pregunté: «¿Por qué me los das?» Contestó: «Dicen las enfermeras que se enganchan». Me los puse. Me dijo: «No los pierdas». El día de su muerte, la doctora entró a la habitación del hospital, se acercó a mi madre, le cogió las manos y le dijo: «El líquido ha llegado a los pulmones». Mi madre entendió que estaba muy grave y dijo a la doctora: «Gracias por todo lo que ha hecho por mí, y por hacerlo con esa cara tan amable, no todo el mundo lo hace así. ¿Cuánto tiempo me queda?» La médico le respondió: «No lo sé, no tengo la bola de cristal». Mi madre dijo: «Yo me voy, ya he cumplido mi tarea y tengo las puertas del cielo abiertas, como dice mi hija Caty. Usted es joven, tiene mucho tiempo por delante para hacer el bien, hágalo». La doctora besó las manos a mi madre. Mi marido Bautista y yo llorábamos conmovidos por la lucidez y serenidad de Ana. Ella que siempre había temido a la muerte, ella que hacía travesuras y se había sonreído de cosas serias, ya no era así; Alguien la estaba mirando con tal amor, que era ella de verdad, que estaba haciendo salir lo mejor de ella, toda su grandeza humana, su ser; ante esa mirada de amor, desaparecían todas las mezquindades, todo lo que mi madre no era, todo lo que era sólo a medias, y aparecía la madre que yo admiraba, la que era de verdad. Alguien se había enamorado de ella y se la llevaba por amor.
La mirada que vivifica
Yo me asombraba de mi madre, y también de que existiera Alguien que la miraba así. Era evidente que sucedía algo entre el alma de mi madre y Dios, aunque yo a Él no lo veía, lo deducía de su manera de actuar: era mi madre el lienzo de la Verónica, que, empapada de Dios, reproducía el rostro de Cristo. Cuando salió la médico, le pregunté: «¿Cuánto le queda a mi madre?». Respondió: «3, 4 días, quizá 7». Volví a la habitación. Mi madre me preguntó: «¿Me muero hoy?». Le contesté: «No lo sé, creo que no; en cualquier caso, hasta muy pronto, mamá. Yo me quedo un poco más, porque me acabo de casar. Pero nos encontraremos pronto».
Me fui a comer con Bautista y Juan Pedro a un restaurante cercano, y mi padre se quedó con ella. Me llamó mi padre: «Dice mamá que volváis pronto; les he dicho a las enfermeras que le pongan morfina». —«Dile que en seguida vamos». Cuando llegamos, acababa de fallecer. La expresión de paz continuaba en su cara. Le di muchos besos, la llamé muchas veces guapa. Lloré. Ya había llorado mucho antes.
Le pregunto a menudo: «Mamá, ¿dónde estás? Quiero verte». A veces, siento nítidamente su presencia. Es ella quien me lleva de la mano al cielo. Gracias.