«Creo que la última vez que hubo dos Papas o tres Papas no se hablaban entre ellos, estaban peleando a ver quién era el verdadero», nos comentó bromeando el Papa Francisco en la conferencia de prensa del 28 de julio de 2013 durante el vuelo de regreso de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro.
Desdramatizaba así de un plumazo una situación que todavía inquietaba a algunos fieles temerosos de situaciones nuevas. Con la mayor naturalidad, nos manifestó su cariño filial a Benedicto XVI y su agradecimiento por la información sobre el caso Vatileaks, la filtración masiva de documentos de su predecesor en 2012. Todo auguraba una relación espléndida entre ambos, que dura ya más de nueve años a pesar de que algunos han intentado utilizar a Benedicto XVI contra Francisco.
En su línea de sencillez y sobriedad, Benedicto XVI consideraba que, después de su renuncia, pasaría a ser obispo emérito de Roma, y así lo comentaron algunos de sus colaboradores poco después del anuncio shock del 11 de febrero de 2013. Pero en las dos semanas siguientes, la insistencia del secretario de Estado y camarlengo, Tarcisio Bertone, junto con la de algunos cardenales partidarios de una mayor formalidad, lo llevaron a optar por el título de Papa emérito y al uso de la sotana blanca —aunque sin la esclavina y el fajín—, anunciados el 26 de febrero, dos días antes del final del pontificado.
Durante años, Francisco ha tenido entre sus tareas pendientes regular el estatuto del Papa que renuncie a su cargo, como ha dicho que hará él si nota que le faltan las fuerzas. Pero, como en otros temas, ha evitado cambiar decisiones de su predecesor, esperando a tener la libertad de aplicárselas tan solo a sí mismo y a sus sucesores.
Ahora se ha sentido al menos con la libertad de anunciar informalmente que, si algún día renuncia, su título será el de obispo emérito de Roma. Y su residencia, la catedral de la Ciudad Eterna, la basílica de San Juan de Letrán.
De ese modo habrá solo un Papa, el que viste de blanco y vive en el Vaticano.