«Todos los chicos con los que trabajo saben cómo conseguir una pistola»
En EE. UU. no solo crecen los tiroteos masivos. También todas las muertes por arma de fuego. En algunos barrios de Filadelfia, relata un psicólogo católico, son el pan de cada día. La Iglesia apuesta por impulsar restricciones razonables
En Chicago, el puente del 4 de julio no se saldó solo con los siete muertos y 36 heridos en el tiroteo perpetrado por el joven Robert Crimo III durante el desfile del Día de la Independencia, en el barrio de Highland Park. A ellos se sumaron, en medio del silencio mediático, otros ocho cadáveres y 68 heridos en los barrios empobrecidos de la ciudad. Al lamentar lo ocurrido, la Conferencia Episcopal recordaba que los asesinatos en masa «son solo una pequeña porción del total de homicidios con armas de fuego». Unos y otros llevan años creciendo.
Bien lo sabe el psicólogo James Black, director de la oficina de Servicios Sociales Católicos de la archidiócesis de Filadelfia. Allí se han producido en lo que va de año 280 homicidios de este tipo y 974 ataques no mortales. Un 9 % de las víctimas tenía menos de 18 años. Black trabaja con los jóvenes de los barrios más marginales y violentos, y conoce a la perfección la espiral de violencia que allí se vive. Muchos chicos han perdido a familiares y amigos por las balas, relata a Alfa y Omega. «Es como crecer en una zona de guerra». Duermen «con un ojo abierto porque oyen disparos», que podrían alcanzarlos incluso en la cama.
Estas vivencias en la infancia dejan secuelas crónicas en su desarrollo cognitivo, más graves que el estrés postraumático. Día tras día, se levantan sin descansar, «ya en alerta». Para ellos «no existe ningún lugar seguro». No distinguen las amenazas reales de las imaginarias, y reaccionan ante todo de forma exagerada. «En la calle, eso es mortal». Sobre todo si se mezcla con el alcohol y las drogas. Y con una pistola en el bolsillo. Este es, para el psicólogo, un elemento clave. «Incluso si dicen que no tienen, cuando les pregunto si sabrían cómo conseguirla siempre responden que sí».
Junto a este drama, más de la mitad de muertes por arma de fuego en el país (el 54,5 % en 2022) son suicidios. Julie Bodlan, asesora de la Conferencia Episcopal Estadounidense sobre control de armas, explica que esto es relevante porque «el 90 % de tentativas con pistola tienen éxito, frente a solo el 10 % por otros medios».
En medio del dolor por el tiroteo de Chicago, Bodlan celebra la aprobación a finales de junio de la Ley de Comunidades Más Seguras, como reacción al tiroteo que el 24 de mayo acabó con la vida de 19 niños y dos profesoras en una escuela primaria en Texas. Un estado donde no hace falta licencia para tener armas. La norma destina 15.000 millones de dólares (14.840 millones de euros) a financiar servicios de salud mental y medidas de seguridad en los colegios.
También incluye algunas formas de control, como impedir a los condenados por violencia doméstica comprar armas o favorecer que se amplíe el muchas veces insuficiente plazo para comprobar los antecedentes de quien quiere adquirirlas. También financiará programas para que los estados que lo deseen puedan «retirar las armas de forma temporal a las personas que pasan por una crisis», algo bastante eficaz para evitar suicidios. «Son medidas modestas», reconoce la asesora de los obispos. «Pero también un gran punto de partida», por el apoyo de demócratas y republicanos y porque «han pasado 30 años sin que el Congreso hiciera nada significativo».
Otros logros recientes son las restricciones aprobadas en Maryland y Nueva York, con apoyo de la Iglesia. Por otro lado, el 23 de junio el Tribunal Supremo fortaleció el derecho a llevar armas escondidas en público para la autodefensa, sin que haya que justificar su necesidad.
Lo deseable y lo factible
Estos pasos hacia delante y hacia atrás demuestran la enorme carga política que tiene en el país la posesión de armas, reconocida como derecho en la segunda enmienda de la Constitución. «Para nosotros la libertad no significa lo mismo», apunta Bodlan. «Se trata de ser capaz de vivir una vida buena y decente», y el creciente uso de pistolas «no está en línea con eso». De hecho, el arzobispo de Chicago, cardenal Blase Cupich, afirmó el 4 de julio que «las armas diseñadas para destruir cuerpos humanos rápidamente no tienen lugar en la sociedad civil». Más osado aún, tras el tiroteo en Texas afirmó que la segunda enmienda «no bajó del Sinaí».
La Iglesia vería con buenos ojos que se limitara lo más posible el acceso de los civiles a pistolas, fusiles y rifles. Pero «nos hemos centrado en la idea de promover restricciones razonables, porque es lo que resulta más factible» sacar adelante, reconoce la asesora. Este concepto «no implica quitarle a la gente» su revólver, pero sí medidas que «eviten el uso de las más letales» (como armas de asalto, con cargadores de gran capacidad o modificadas para ser automáticas) y aseguren que las demás «no están en las manos de gente que pueda hacer daño a los demás o a sí mismo». Para Bodlan, una de las medidas más eficaces sería imponer procesos mucho más estrictos para obtener una licencia de armas. «El Estado tiene derecho a restringir y regular las armas para la promoción de la paz».
Por otro lado, «sabemos que no es solo cuestión de políticas. Los católicos tenemos que jugar un gran papel en el apoyo a las víctimas, en prevención o en identificar y acoger a personas que puedan estar en las periferias».