El actual conflicto acerca de las capillas de la Universidad Complutense, provocado por la concepción de una educación laicista, se revela como un exponente claro de conflicto ideológico. Un conflicto posibilitado, paradójicamente, por nuestro Estado democrático, al no respetar el carácter público de la religión, ni garantizar la libertad religiosa. La lucha ideológica secular por dominar el êthos, una determinada cosmovisión de la persona y de la sociedad, sería la causa del actual radicalismo laicista. Utilizar la educación, las leyes, los medios de comunicación y la cultura para construir la sola ciudad humana, libre de hipotecas religiosas, es el viejo sueño y el objetivo principal de ciertos sectores, presentes en puestos decisivos del Estado, de la sociedad y de la cultura, anhelantes de guiar y educar a las nuevas generaciones.
Marcuse ya pensaba en un nuevo tipo de hombre, presupuesto de una sociedad en la que el ser humano poseyera otra conciencia. Para ello, resultaba necesaria una revolución que tendiera a una dictadura sobre la educación. Una dictadura de filósofos y pedagogos cambiaría la sociedad mediante la educación. Ellos serían los transmisores de la ideología, de una nueva antropología, donde la vida misma, como en el caso de Foucault, constituyera el objeto de la política. Marcuse ignoraba que, cuando el deseo gobierna el mundo, hace a los hombres egoístas y mezquinos.
La izquierda universitaria parece encarnar la utopía del autor de El hombre unidimensional. El intento de privatizar el hecho religioso, además de un déficit de conocimiento sobre el mensaje cristiano, expresa una política de cuño intolerante y laicista. Nadie está legitimado para prohibir el testimonio, el estilo de vida inspirado en la fe. La autonomía del ámbito político implica velar por el cumplimiento de un orden constitucional, que garantice y proteja la presencia pública del cristiano.
Los abanderados de la democracia coactiva se han propuesto desacralizar la vida social y cultural, y desplazar a la Iglesia de la vida pública, un espacio que se quiere sólo para el César. Y eso significa tanto como no reconocer los límites de la política o de la comunidad educativa, crear un germen de secularismo y activo laicismo, y atacar la doctrina católica y su presencia pública en la sociedad. El conflicto ideológico, generado de modo unilateral por ciertos docentes y grupos extremistas, deberá resolverse -ante la imposibilidad totalitaria de clausurar las capillas de la Universidad- con el diálogo, y desde el estudio de los acuerdos suscritos, en 1992, entre el entonces arzobispo de Madrid y el exrector de la Complutense. Es una exigencia constitucional respetar esos acuerdos. Está en juego la capacidad de contrarrestar la destrucción social del disenso irreconciliable, y hacer posible el derecho al libre ejercicio de la religión. El intento de domesticar a la religión y a la Iglesia católica ante el poder laico, y la voluntad de una educación como medio para la formación del hombre nuevo pretendido desde el socialismo, debe encontrar ante sí un cristianismo de fe viva, reconocible en la fortaleza y consistencia de la presencia pública de la Iglesia en nuestra sociedad.