Alabado sea Dios. Llega la hora
Entre los 62 nuevos Decretos de martirio aprobados por el Papa Francisco, está el del Siervo de Dios don Joaquín Jovaní y otros 14 sacerdotes Operarios Diocesanos, «muertos por odio a la fe en España, entre 1936 y 1938». Como explica don Julio García Velasco, exdirector general de la Hermandad de Sacerdotes Operarios, «todos eran formadores de seminaristas, en ningún caso personas implicadas en la política», y testimoniaron que el seguimiento de Jesús pasa por la Cruz…, pero nunca acaba en ella, sino en el cielo
Diciembre de 1936. El sacerdote Joaquín Jovaní, Operario Diocesano y rector del seminario de Tarragona, sostiene en su mano un salvoconducto para huir a Francia. Aquel papel implica dos cosas: asegurar su supervivencia ante un fin inminente…, y abandonar a los seminaristas y formadores que, como él, andan refugiados en casas y pensiones. A su lado, su sobrino Vicente sostiene un salvoconducto idéntico. Ambos saben que, si lo utilizan, podrán huir de la pensión El Carmen, en el barrio barcelonés de Tres Torres, donde permanecen ocultos desde agosto, ante el hostigamiento de las milicias republicanas, que llevan meses matando, casi cazando, a sacerdotes, monjas, religiosos y laicos, sólo por ser católicos. Ambos sacerdotes toman una decisión: renuncian al pase, y lo hacen llegar a un hermano de Vicente, casado y con dos hijos.
Para el padre Jovaní, no es la primera renuncia a una oferta similar. Tiene 62 años, es sacerdote desde 1898 y, desde ese año, miembro de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos que había fundado don Manuel Domingo y Sol, amigo de don Joaquín desde que era niño. Jovaní había sido prefecto del Seminario y director del colegio San José, en Toledo; director del colegio San Juan, para vocaciones eclesiásticas, en Almería; rector del Pontificio Colegio Español, en Roma; y, entre 1927 y 1933, director general de la Hermandad de Sacerdotes Operarios, al inicio de la Segunda República. En aquel cargo le había tocado confortar a sacerdotes y seminaristas frente a los primeros insultos y persecuciones perpetradas por izquierdistas, ante la inacción del Gobierno de Azaña y Alcalá Zamora.
En 1934, se había hecho cargo del Seminario de Tarragona, a petición del cardenal Vidal y Barraquer, y de su obispo auxiliar, monseñor Borrás. Fue en el verano de aquel año cuando la persecución religiosa se recrudeció. Ante las noticias que llegaban al seminario (iglesias quemadas, sacerdotes apedreados…), repetía a los seminaristas: «En manos de Dios estamos». Y con ellos hacía lo que acostumbraba: pasar horas ante Jesús Sacramentado, exhortarles a mantener la serenidad, la esperanza y la prudencia, y recordarles las enseñanzas de Manuel Domingo y Sol: «¿Qué será de nosotros? La persecución, el desprecio, tal vez el martirio. ¿Y qué hemos de hacer? ¡Ser santos!». Porque Domingo y Sol tenía claro cuales eran los causantes de tal situación: «La impiedad, la masonería y el mal comportamiento del clero».
El 25 de julio de 1936, mientras don Joaquín rezaba con los seminaristas en la Seo de Urgel (Lérida), un grupo de milicianos había irrumpido en la capilla al grito de ¡Manos arriba! Lejos de obedecer, don Joaquín dijo a su sobrino que retirase el Santísimo del sagrario, para que no pudiesen profanarlo. La intensidad del momento fue tal, que al abrir el sagrario todos se arrodillaron, incluso los milicianos. Los asaltantes terminaron por irse, pero prohibieron a formadores y alumnos salir del edificio. Sin embargo, don Joaquín había entendido que aquello era una ratonera, así que, a riesgo de ser fusilado, se identificó ante el Comité Revolucionario para pedir que los jóvenes pudiesen volver a sus casas, y rechazó tres pases para que él y otros dos formadores pudiesen huir a Andorra. Como dijo a los miembros del Comité, su obligación era estar con sus seminaristas. Esa noche los llevaron a Tarragona, y don Joaquín tuvo que esconderse en casa de un seminarista, donde permaneció varios días, leyendo vidas de santos y rezando a diario el oficio divino, los tres misterios del rosario y un padrenuestro por sus perseguidores.
El 2 de agosto, una milicia invadió la casa. Don Joaquín dijo al seminarista: «Alabado sea Dios, ha llegado la hora», y se presentó ante el jefe de los asaltantes como Rector del seminario. Se lo llevaron junto al seminarista hasta el castillo de Pilato –reconvertido en cárcel– y, ante la inminencia de la muerte, pidió al joven que rezase el acto de contrición y le dio la absolución susurrando. La hora, no obstante, aún no había llegado: un amigo lo sacó de prisión para ocultarlo en la pensión de El Carmen, junto a su sobrino. Allí había tenido noticias del martirio de monseñor Borrás, fusilado y quemado vivo mientras agonizaba; y de cómo otros Operarios, directores y formadores de seminarios, permanecían con sus alumnos hasta el martirio.
El 5 de diciembre de 1936, un grupo de milicianos entra en la pensión y se los lleva a la checa de San Elías, donde meses antes habían aserrado viva a la Superiora de las Carmelitas de la Caridad, cuyos restos echaron a los cerdos. De allí, los trasladan en camión hasta las tapias del cementerio de Moncada. La Cruz, el martirio, son inminentes.
Y por fin, en la madrugada, una bala les abre las puertas del Cielo.