Desde que el cardenal Jorge Mario Bergoglio fue elegido como Papa Francisco, muchas personas que le han conocido han contado cosas sobre él, y ya nos parece que le conocemos. Jorge Mario y sus cuatro hermanos pequeños (de los cuales tres han muerto ya) son hijos de dos inmigrantes italianos que, como otros muchos, se fueron a Argentina. Con ellos fue también la abuela Rosa, que influyó mucho en él. De hecho, ha citado varias veces en sus homilías las explicaciones sencillas que ella le daba sobre la fe.
En el colegio, era bastante bueno en los estudios, aunque no sobresalía. También le encantaban la literatura y el fútbol. Muchos días después de clase, jugaba con sus amigos. Ya con 10 u 11 años «aglutinaba, convocaba» al resto de los niños. «Era un líder, sí, pero no de los que pegan un grito cuando no les pasan la pelota, o de los que se arrancan la camiseta para festejar un gol», ha contado un compañero suyo de esa época, Ernesto. Es decir, aunque era un líder, ya entonces –como ahora– no le gustaba llamar la atención. Después de jugar, «nos ayudaba a estudiar a todos», incluso a los de las clases inferiores, recuerda otro amigo, Néstor.
Pero no sólo estaba con los chicos. También era muy amigo, con 12 años, de Amalia, una niña del barrio. «Jugábamos a la rayuela –el tejo–, bailábamos…». Un día, Jorge le mandó una carta «con una casita dibujada, de techo rojo, blanca abajo. Y decía esta casita es la que te voy a comprar cuando nos casemos». Amalia explica que no eran novios, porque eran muy pequeños para enamorarse en serio. Pero al padre de ella no le gustó, y les prohibió que siguieran viéndose. Unos años después, Dios llamó a Jorge para que fuera sacerdote.
La situación de los niños preocupa mucho al Papa Francisco, desde que era sacerdote y obispo. En 2005, durante una peregrinación, habló de este tema: de los niños que viven en la calle, mendigando o buscando la comida entre la basura; de los que tienen que trabajar como vendedores o limpiacristales; y de los que toman drogas o alcohol. Recordaba que «la mayoría de nuestros niños son pobres, y alrededor del 50 % de los pobres son niños». Pero el cardenal se acordaba también de aquellos otros niños que, en sus casas, encuentran en la televisión programas violentos o que no valoran la familia; y, por último, exclamaba: «¡Cuántos niños no saben rezar! ¡A cuántos no se les ha enseñado a buscar y contemplar el rostro del Padre del cielo, que los quiere!» Decía que es muy importante buscar soluciones a estos problemas, pero que, además, «necesitamos un cambio de corazón y de mentalidad que nos lleva a valorar y dignificar la vida de estos chicos» desde el vientre de sus madres, para protegerlos de todo desde ese momento. «Sobre todo, quisiera que nuestros ojos no se acostumbraran a este nuevo paisaje. Les pido, por favor, que abramos nuestros ojos a esta realidad dolorosa. Los Herodes de hoy tienen muchos rostros diversos, pero la realidad es la misma: se mata a los niños, se mata su sonrisa, se mata la esperanza».
El cardenal Bergoglio tuvo, como obispo, muchos encuentros con niños, en los que les ayudaba a conocer a Jesús. Uno de ellos fue una Misa diocesana con niños, en octubre de 2011. En ella, les explicó que, cuando hacemos cosas malas, es porque tenemos el corazón endurecido. Necesita cambiar, pero no es algo que nosotros podamos hacer con nuestro propio esfuerzo, o con magia: Jesús es el único que puede hacerlo, y todos lo necesitamos. Por ejemplo, «san Pedro tenía el corazón duro como una piedra: era egoísta, sólo pensaba en él». Y, como hemos oído estos días durante la Semana Santa, cuando vio que las cosas se ponían feas, negó a Jesús porque «se importaba más él» mismo. Pero «Jesús le cambió el corazón. Y él, con ese corazón nuevo, hizo andar a un paralítico». Porque «cuando Jesús nos cambia el corazón, nos da el poder de contagiar ese milagro» de tener un corazón nuevo, y hacer milagros como «hacer sonreír al que está triste, acompañar a un abuelito que está solo, dar de comer al que tiene hambre. Todo milagro supone un acto de amor», que sólo podemos hacer con Jesús, y que puede «cambiar el corazón de los demás». Por eso –concluía–, tenemos que repetirle siempre: «Jesús, con Vos podemos».