Los que dejaron de ser invisibles
Mario, Toni, Rodrigo, Israel… Gracias al proyecto Levanta, las personas sin hogar de la ribera del Manzanares tienen nombre; para ellos, «esto es la gloria bendita»
Mario tiene 46 años. Esloveno. Salió de su país a los 21; no sabe, o no quiere saber, nada de la familia que dejó allí. Fue soldado de operaciones especiales. Eso dice cuando le preguntamos por uno de sus tatuajes, el del cuello, una especie de daga que podría ser el escudo. Residió en Italia 10 años; trabajaba en discotecas. En España lleva 16, dedicándose a ¿la chatarra? Vive en la calle. «La vida es preciosa, pero depende de cómo, porque la calle no perdona a nadie». «A nadie», repite.
El esloveno es una de las personas sin hogar que acude, cada miércoles, al proyecto Levanta. Arrancó hace cinco años para atender a las personas de la calle, fundamentalmente las que se congregan en las inmediaciones de la estación de Príncipe Pío cada día —muchos son usuarios del albergue nocturno de san Isidro—. «Unas 20», calcula Juan Luis Rascón, el párroco que comparten en las parroquias San Antonio de la Florida y San Pío X.
Las instalaciones con las que cuentan en los locales parroquiales de esta última han llegado a recibir, antes de la pandemia, hasta 38. Por el boca a boca. El futuro pasa por ampliar un día más de atención a la semana. Cuando empezaron, eran los propios voluntarios quienes iban en busca de los usuarios, haciendo trabajo de campo. No había que andar mucho. En el entorno de la parroquia hay varios afincados, es «más tranquilo que la estación».
Lo cuenta Rodrigo, cubano de 59 años que se separó, se quedó si casa, sin trabajo, y ahora se defiende como puede. Ha llegado con una caja de bombones bajo el brazo de regalo para las voluntarias. «Son compañeras mías de la iglesia», justifica, porque él está integrado en la feligresía. Nos cuenta que hace poco le atropelló una moto que le destrozó el tobillo, la tibia, el peroné y la rodilla. Le operaron, y ahora está «bastante bien, gracias a Dios».
Rodrigo fue quien tiró de Mario hacia el proyecto Levanta. Se conocen del barrio, de hace más de diez años. Allí, los voluntarios los acogen a partir de las 16:30 horas, después de haber rezado un padrenuestro para ponerlo todo en manos de Dios. Les preparan una merienda que más bien podría ser la única comida en condiciones que hacen en el día. Hoy toca arroz con tomate, huevo frito y longaniza. También hay bocadillos calientes de lomo con queso. Y churros, y porras, y café, y zumos, y refrescos (nada de alcohol)… Y pueden repetir las veces que quieran, y llevarse algo para picar por la noche.
También tienen un baño con ducha para asearse y una lavadora en la que hacer la colada. Los voluntarios se encargan de recogerla y doblarla, y al miércoles siguiente la tienen lista para llevársela. Aunque todo esto es lo de menos. «La idea no es tanto comer —cuenta el párroco—, como que tengan un sitio donde conocerlos y que se sientan acogidos, conversar, estar con ellos». Que dejen de ser esas personas invisibles a las que nadie mira cuando pasea por la ribera del Manzanares.
La conversión a los pobres
El propio sacerdote vivió esta conversión. Una mañana, paseando a sus perros, «me encontré a uno muerto en un banco». Sí, ya ha pasado que se han muerto varios. Lo conocía de estar por allí, pero nunca había hablado con él. «Me impactó; no puede ser —se dijo—, que estemos viviendo rodeados de gente que ni siquiera sabemos su nombre». De ahí el proyecto, y su nombre. «Esto no es una asistencia, porque si necesitan comida, la tienen; médico, lo tienen…». La indiferencia social, en San Pío X, se transforma en «aquí somos importantes para alguien», y de ahí «levanta», porque es un resurgimiento «no solo físico, sino también moral».
Israel es del «equipo fundador», dice con un punto de orgullo. Este canario lleva más de 20 años viviendo en la calle, no de seguido, porque ha habido trabajos, alquileres, pero «ya sabes, subes cuatro peldaños y bajas cinco». Ahora duerme en un cajero en la zona de Cartagena. Pausado, tranquilo, recuerda «las 72 horas cayéndome la Filomena encima»; o lo que le supuso que en lo más duro de la pandemia le cerraran las fuentes, o cómo va «picoteando» de aquí y de allá para comer, ducharse, lavar…
Ahora tiene tramitado el Ingreso Mínimo Vital y a ver «si me cojo una habitación». «Aquí [en Levanta] somos los caballeros de la mesa redonda; esto es la gloria bendita, el mejor lugar de Madrid». Unos cuantos cumpleaños ha celebrado Israel en los locales, y también unas cuantas Navidades.
En la mesa de al lado está sentado Toni. Sigue enganchado a las drogas, aunque ya menos. «Ahora tiro más al alcohol», reconoce. Gorra hacia atrás, camiseta de marca [Brugal], un derrame en su ojo derecho. Madre gallega, padre de Palermo, tiene 28 años y ha pasado por Alemania, Austria, Suiza, Italia y, ahora, Madrid. Comenzó a fumar porros a los 11 años; a los 14 ya le daba a la heroína, al éxtasis… Tuvo una época buena, cuando solo fumaba shisha. Fue en Alemania, donde se hizo amigo de un grupo de palestinos y libaneses y se convirtió al Islam. «Rezaba, me lavaba, estaba limpio, no bebía…».
En el centro, al que llegó a través de Mario, está sentado junto a la Ratita, su novia, que en realidad se llama Loretana y es italiana. Se acaba de enterar de que le han desaparecido los cartones y el colchón. Se encoge de hombros, lento de reflejos. «Qué le vamos a hacer», parece decir.
«La calle es muy dura», pero tiene una oportunidad que no quiere dejar pasar: un centro de Cruz Roja en el que empezar de nuevo. Quiere hacerlo bien. De momento, ha ido soltando lastre: «Odiar te vuelve loco; es mejor perdonar. Perdonarte a ti mismo y a la gente que te hizo daño, porque yo, cuando muera, quiero ser perdonado por Dios».