Francisco adopta a una familia kurda iraquí
«¡Mi familia kurda!», exclamó el Papa al abrazar a Imán, su marido y sus cuatro hijos. Francisco asumió todos los costes para sacarlos del infierno de un campo de refugiados de Chipre, adonde llegaron tras huir de Irak
Todos los campos de refugiados se parecen. Son una estampa impúdica del fracaso de la paz en un mundo de extremas opulencias. En esos recintos vallados con alambres y policía armada en cada esquina, donde los inocentes no tienen libertad, y con suerte hay una carpa de plástico por familia, los días pasan como las noches: los llantos perennes de los niños que se escuchan punzantes incluso cuando están dormidos; las cavilaciones de los adultos que se muerden el labio pensando en qué se llevarán sus retoños a la boca al día siguiente. Lo sabe bien Imán Nader, una joven kurda de 28 años que se pasó varios años atrapada en un descampado de barro de Chipre junto a sus cuatro hijos y su marido.
«Te pongo solo un ejemplo de las terribles condiciones que padecíamos. Mi marido tuvo durante días fuertes dolores abdominales. Vomitaba continuamente, pero a nadie le preocupaba su estado de salud. Nos trataban como a perros», sentencia, como recordando un mal sueño. «Ni siquiera nos dejaban llevar a los niños al hospital cuando pasamos la COVID-19, porque no teníamos la documentación en regla. Era terrible incluso, peor que en Irak», describe. Su vida ya era un infierno de violencia en el Kurdistán iraquí, de donde la familia huyó sin pensárselo demasiado, con el corazón encogido por el miedo a toparse con el Estado Islámico y el hartazgo ante la falta de servicios mínimos y oportunidades para el futuro. Cuando emprendieron el viaje con lo estrictamente necesario solo eran cuatro. Ahora esta familia tiene otros dos hijos; son, en total, Halwest, Ayad, Hastyar y Asmaa, la más mayor y única chica.
Estuvieron más de dos años en un limbo burocrático sin garantías: «Nos echaron para atrás la solicitud de asilo. Era desesperante». Sin agua potable, sin comida y con un techo de plástico que ni siquiera los resguardaba de la lluvia. «Cada vez que el cielo estaba encapotado temíamos que el agua acabase filtrándose por las paredes de la tienda. Si entraba el barro, luego era desesperante conseguir limpiarlo y secarlo todo», describe. Un día se enteraron de que el Papa iba a viajar a Chipre e Imán –que es musulmana– no quería perderse a aquel hombre vestido de blanco que habla de paz y fraternidad. Así que el 3 de diciembre del año pasado se plantó en la iglesia de la Santa Cruz, en Nicosia: «Al principio no querían dejarme entrar porque decían que era musulmana, aunque yo pienso que el Papa es universal y para todas las personas». Finalmente consiguió hacerse con dos billetes a través de los voluntarios de Cáritas. Se sentó –cubierta con su habitual hiyab– en el último banco, sin querer llamar demasiado la atención. Pero el Papa la notó enseguida y al salir le dio un fuerte apretón de manos y le dedicó su mejor sonrisa.
Lo que entonces no sabía Imán es que ese momento cambiaría para siempre su vida y la de su familia. Cerca de ella se encontraba Silvina Pérez, que lidera la edición española de L’Osservatore Romano. Se intercambiaron los teléfonos y mantuvieron el contacto durante varias semanas. Hasta que un día, Imán se armó de valor y le pidió algo imposible: salir de aquel infierno. La periodista comenzó a mover los hilos para tratar de cambiar el destino de aquella familia e incluirlos en la lista de las personas seleccionadas para formar parte de los corredores humanitarios coordinados por la Comunidad de Sant’Egidio. Una herramienta activada en 2016 por tres organizaciones religiosas (Sant’Egidio, que asume la mayor parte de las responsabilidades, la Federación de Iglesias Evangélicas de Italia y la Mesa Valdesa) y el Gobierno de Italia, que se ampara en los estatutos de la Unión Europea para conceder 500 visados al año por razones humanitarias.
Las plazas son pocas y las gestiones eternas. Silvina sabía que no era una tarea fácil, así que gastó el último cartucho y llamó directamente al Papa, que no dudó ni un segundo en mediar por la familia de Imán y asumir todos los gastos del viaje. Dicho y hecho. Imán y su familia aterrizaron en Roma el pasado 29 de marzo y han podido emprender una nueva vida en una habitación sencilla que esta organización tiene en el céntrico barrio del Trastévere, en Roma. Allí trascurren los días entre clases de italiano y la esperanza de abrir una pizzería familiar. Su marido, Ibrahim Rebwar, de 34 años, se apresura a mostrarle a esta periodista las fotos de sus apetitosas pizzas. «En Irak las hacía, por lo que espero encontrar trabajo aquí pronto», asegura, mientras desliza la pantalla con el dedo y muestra las fotos de sus delicias culinarias. Ibrahim reconoce que la situación no es la ideal, con una pequeña habitación para sus cuatro hijos y para ellos, pero se le empañan los ojos al pensar en cómo su vida estaba abocada a la nada hace tan solo unos meses. «Tenemos familia en Irak y la situación es horrible. Dependen completamente de las ayudas. Ya no hay guerra, pero no hay nada que hacer. Unos amigos tienen un hijo que necesita urgentemente una operación en la cabeza o podría morir, pero cuesta demasiado y tampoco pueden salir del país», describe con desolación. Sobre todo, tiene palabras de agradecimiento para quienes han hecho posible que su familia tenga una segunda oportunidad: «Estoy muy feliz, me siento afortunado y doy gracias a Dios por todo lo que nos han ayudado en Italia».
El miércoles de la semana pasada vivieron un momento de gran emoción gracias a la gestión de otro ángel que se interpuso en sus caminos. La periodista de COPE y colaboradora habitual de este semanario Eva Fernández fue a buscarlos en taxi a primera hora de la mañana para que pudieran saludar al Papa tras la audiencia general en la plaza de San Pedro del Vaticano. Y los ayudó a escribir en español un mensaje que condensaba todo su agradecimiento: «¡Gracias por traernos a Italia! Mis hijos ahora tienen una vida mejor que en Irak y Chipre. Gracias por permitirnos ser sus vecinos».
La foto de aquel momento parece retratar el abrazo tierno de un abuelo hacia sus nietos. «Me siento muy feliz. Fue como si estuviera volando en el cielo. Hemos podido agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros», resume Imán, todavía con el brillo de la felicidad en sus ojos. «Fue un momento realmente increíble porque nos reconoció, con la de gente que verá cada día. Y fue él quien nos agradeció que hubiéramos sacado tiempo para ir a verlo. Es realmente un hombre maravilloso, sin él estaríamos todavía en Chipre, sin dinero, medicinas y mis hijos sin estudiar», recalca. Francisco les regaló un rosario bendecido. Y, aunque la familia de Imán es musulmana y no tienen ninguna intención de convertirse, lo conservan como un regalo de su cariño y cercanía.