Las monjas no abandonan a los haitianos
La superiora de Amistad Misionera en Cristo Obrero denuncia el «abandono total» de Haití
Haití está sumido en una espiral de violencia descarnada desde que el presidente, Jovenel Moïse, fuera asesinado en su propia casa. Un crimen sin resolver que ha dejado una anarquía violenta en el país más pobre del continente, con bandas de delincuentes cada vez más poderosas y armadas que campan a sus anchas. «No hay programadas elecciones. Es todo un caos. Las pandillas controlan las calles», asegura la hermana Dinah Sánchez, que llegó como misionera en 2011, un año después del terremoto en el que fallecieron más de 250.000 personas. Desde entonces Haití es como un enfermo moribundo que no consigue sanar, a pesar de las ayudas de la comunidad internacional. «Hay una situación de abandono total, como si los haitianos fueran los apestados del planeta. Se habla de Ucrania, pero nadie de lo que está ocurriendo allí», denuncia esta monja, quien dirigió una de las escuelas que la Iglesia católica gestiona en Canaán, un suburbio a las afueras de Puerto Príncipe, hasta julio de 2018, cuando la nombraron superiora general de la congregación AMICO (Amistad Misionera en Cristo Obrero). «Cuando llegué la gente vivía en tiendas de lonas. No había agua, solo dos pozos. Pero ahora la calle principal ya está asfaltada y hay estructuras de ladrillo», asegura.
Este año el colegio Fe y Alegría –que da las clases hace una década en una precaria carpa– celebró la primera promoción de estudiantes de Secundaria. Lo más difícil ha sido cambiar la «mentalidad esclavista» que predomina en la sociedad haitiana. «Tienen muy arraigado que las personas con estudios son superiores», asegura. Por ello, las primeras que se remangan la camisa para limpiar son las monjas.
No obstante, el machismo sigue estando muy presente: «Lo normal es que las mujeres sirvan a los varones, pero nosotras nos negamos a eso». La violencia sexual ya era un problema antes del seísmo. Tal y como recalca la misionera –que ahora vive en Puerto Rico–, después de la fatídica fecha «se dispararon los casos, incluso entre las organizaciones extranjeras que vinieron a ayudar o entre los cascos azules de la ONU». Por eso desarrollaron un programa para protegerlas. «Tenemos formaciones en términos de igualdad de género y de respeto hacia su cuerpo y sus derechos. Al final, ves cómo se empoderan. De hecho, muchos padres quieren traer a sus hijas a nuestras escuelas porque desconfían de las del Gobierno».
Sin embargo, en esta tierra condenada a las penurias, los niños ya no tienen ilusiones. «Nunca salen de la pobreza y parece que siempre van a vivir en la miseria. Nos dicen: “¿Para qué vamos a estudiar si no tenemos futuro?”. Es una injusticia que escuece», abunda la monja que ha visto desmayarse a sus alumnos por el hambre.
En este país roto y sin Estado, los escuadrones de hombres violentos, con sus fusiles colgando, pasean a plena luz del día con total impunidad. Han hecho del narcotráfico y de los secuestros una actividad rentable que ha puesto a los misioneros en el punto de mira.
Amenazas constantes
La noticia del secuestro de 18 personas, entre ellos varios menores y religiosos de la comunidad amish, el pasado 24 de octubre, solo confirmó la fuerza de las bandas que han reemplazado al Gobierno. Los maleantes asaltaron el autobús donde viajaba el grupo de 16 estadounidenses, un canadiense y un haitiano para exigir después 17 millones de dólares a sus familias bajo amenaza de dispararles un tiro en la cabeza. Todos fueron puestos en libertad dos meses después.
Pero no es un caso aislado. «Los grupos violentos dominan las salidas de Puerto Príncipe hasta el sur. Nuestras hermanas están en la zona roja, en la zona más peligrosa», reseña la hermana Sánchez, que añade con un hilo de voz que varias religiosas han sido secuestradas. «No hemos querido asustar a las familias y no se ha hecho público, pero es realmente peligroso», añade. Ninguna de ellas se presta a hablar con este semanario de este calvario, pero la última en sufrir un intento de secuestro es una monja española que llevaba trabajando en Haití más de 23 años. «Iba hacia su casa conduciendo una furgoneta cerca de la frontera con República Dominicana. La acorralaron con varios vehículos. La gente se escondió porque tenía miedo. Hubo un tiroteo entre la Policía y los bandidos. Y al final, por seguridad, tuvo que salir del país», señala Sánchez, sin querer ahondar en los detalles.
Después del asesinato del presidente haitiano «hubo muchas presiones externas para que todas las hermanas salieran del país, porque se sabía que iba a abrirse una violencia desbocada». Sin embargo, las cuatro religiosas oriundas de Nicaragua decidieron quedarse. La hermana Clara Soza es la que más tiempo lleva en Haití. Solo acierta a decir que la labor de la Iglesia es «difícil» en estos momentos, pero tiene claro que «el futuro y la luz de la solidaridad deben empezar a construirse desde la niñez». «A pesar de la inseguridad que se vive, la Iglesia a través de la educación sigue sembrando en los niños y jóvenes de Haití la cultura de la sensibilidad y la conciencia del bien común. Hacemos lo que podemos para acompañar y aliviar el dolor del pueblo de Haití, que vive en esta situación tan complicada», remacha.Las investigaciones sobre los autores intelectuales del atentado contra Moïse siguen estancadas y Haití sigue sin reconstruirse del todo tras el terremoto, y más herido que nunca, engullido por una violencia descarnada que no permite despegar a sus once millones de habitantes.