El 21 de enero de este año se cumplió un siglo de la muerte de Benedicto XV. Aquel Papa fue elegido en vísperas del inicio de la Gran Guerra y su pontificado estuvo marcado por lo que él denominó «el flagelo de la ira» que devastó Europa «por el hierro y el fuego».
Nada más comenzar la Primera Guerra Mundial, los gobiernos vieron en el Papa a un potente factor moral, dado el gran número de católicos que luchaban en un bando y en otro. El presidente francés, Raymond Poincaré, envió una carta cordial, en respuesta a otra de Benedicto XV en la que anunciaba su elección. Austria y Prusia, después de algunas reservas iniciales, dieron la bienvenida al nuevo Pontífice. También el Gobierno italiano se mostró condescendiente y reconoció el valor moral del Vaticano en una situación de guerra.
Benedicto XV buscó vías diplomáticas para conseguir la paz. No lo consiguió, pero tampoco se rindió. Encontró otro camino, «la diplomacia de la caridad y de la paz«, como define el autor de este libro, Alfredo Verdoy, la gran labor realizada por este Papa.
En este libro, el historiador de la Universidad Pontificia Comillas desentraña la labor humanitaria realizada por la Iglesia católica para socorrer a los damnificados por la Gran Guerra. Primero fueron los sacerdotes y religiosos que atendieron a los soldados que estaban luchando en el frente. Y, después, la actuación del propio Vaticano, que organizó la obra de los prisioneros, creada en la primavera de 1915 en las oficinas de la Secretaría de Estado.
Durante los cuatro años de guerra, el Papa nunca cesó en su empeño por negociar una paz en la que no hubiera vencedores ni vencidos. Lo intentó primero en la Navidad de 1914. Pidió un alto el fuego en la Nochebuena de aquel año para celebrar el nacimiento del Príncipe de la paz. Después fue con la nota de agosto de 1917. Este último intento de Benedicto XV no solo no fue aceptado, sino que fue mal comprendido y atacado tanto dentro como fuera de la Iglesia católica.
Muchas son las aportaciones que Alfredo Verdoy hace con este libro. Sin embargo, quisiera destacar dos que me parecen especialmente importantes e interesantes para el lector. La primera es la colaboración de la Santa Sede con otros organismos internacionales, por ejemplo, la Cruz Roja, que también atendían a los heridos por la guerra. La labor humanitaria que se hizo durante el conflicto buscó unir a los hombres de buena voluntad, independientemente de su confesión religiosa.
La segunda es la ayuda humanitaria que el Vaticano prestó a la Rusia posrrevolucionaria. En octubre de 1917 se producía la Revolución bolchevique, que acabó con la vida de la familia imperial y provocó la salida de Rusia de la guerra mundial. A petición de algunos obispos ortodoxos, la Santa Sede prolongó su ayuda varios años después de finalizada la guerra, y creó la Comisión Pontificia para la Ayuda a los Niños Rusos. Y todo esto a pesar de la persecución religiosa que ya había comenzado.
Estas páginas ponen de manifiesto que, en tiempo de guerra, cuando no se reconoce la dignidad del prójimo porque en él se ve solo a un enemigo a quien derrotar y no a un hermano a quien amar, la voz del Papa, de los Papas, resuena como un fuerte toque de campana que nos recuerda que, como dice el Papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti, «[…] cada generación ha de hacer suyas las luchas y los logros de las generaciones pasadas y llevarlas a metas más altas aún. Es el camino. El bien, como también el amor, la justicia y la solidaridad, no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día».
Alfredo Verdoy
Sal Terrae
2022
280
15 €