Este verano me encontraba en el centro gravitatorio de todo apasionado de las artes escénicas, el restaurado teatro Globo, que fundara Shakespeare para dar rienda suelta a sus invenciones. Una joven guía, agotada de soltar siempre un repetitivo discurso a los turistas, hablaba a nuestro grupo de las innovaciones dramáticas del inglés. En un momento dejó caer algo muy interesante: «En Hamlet, el autor invita al espectador a oír el drama que se avecina. Expresa el acto de participar en la obra como un ejercicio auditivo, no visual, a pesar de la parafernalia de elementos visuales que acompaña a toda representación». A continuación, pronunció un discurso contra esta modernidad que nos ha traído tanta pirotecnia de estimulación visual.
Y estos días, que arrastro del verano el segundo volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, me topo con una aportación similar en las memorias noveladas del francés. El chaval que rememora su adolescencia, ávida de cultura, se acerca a un teatro de París para asistir a la representación de una actriz de moda. «Se fue a oír a la Bema». De nuevo, el sentido de la atención que se destaca es, como en Shakespeare, el auditivo. Cuando san Pablo habla de la transmisión de la fe a los romanos, sitúa a sus receptores en posición de escucha. El mismo Señor recuerda en muchas ocasiones que «los míos escuchan mi voz». Es muy probable que los cacharros de almacenamiento masivo que portan los adolescentes, tengan infinita capacidad para acumular canciones, pero no tengo tan claro si la cantidad es condición de atención.
En La dama duende, comedia de capa y espada, de Calderón de la Barca, que se ha podido ver en el Teatro Español de Madrid hasta el pasado domingo, el protagonismo también se lo lleva el sentido del oído, porque allí se leen en alta voz las cartas que la dama misteriosa va dejando en la habitación de su huésped. Nuestro teatro del Siglo de Oro exige finísimo oído, porque todo lo que se mueve en escena no es tanto un ejercicio de tramoyista cuanto hermosísimos versos de un autor que aprovecha toda circunstancia para dignificar al hombre, y hay que acudir muy espabilado a esos lances del diálogo para no perderse las joyas. Como en otras obras de su catálogo, en La dama duende se agita la nebulosa cristiana, el honor, la fidelidad, el amor entendido desde lo alto del corazón, la búsqueda de honestidad, la estabilidad, mucho humor y virtudes de largo recorrido.