Los hijos de Anabel Mialdea vinieron de Rusia: «Ha sido una obra de caridad, pero conmigo»
Adoptó a un niño que venía desnudo, con un chupete roto y hambre y a una niña ingresada en un hospital para personas con discapacidad intelectual. Este jueves recibe el Premio Bárbara Castro: A un corazón de madre
«Yo siempre quise ser madre, pero al no llegar los hijos lo pasé muy mal», reconoce hoy la cordobesa Anabel Mialdea, que este jueves recibe de manos del Instituto de Estudios de la Familia de la Universidad CEU San Pablo el Premio Bárbara Castro: A un corazón de madre. Con este galardón, el CEU reconoce su testimonio de lucha y entrega en los dos procesos de adopción que vivió junto a su marido en Rusia.
Tras haber intentado varios tratamientos «en los que llegamos tan lejos como nuestra fe nos permitía», Anabel y su marido, Rafael, se embarcaron en la aventura de la adopción, «un proceso muy duro, con mucho desgaste y que conlleva muchos años», afirma ella.
Esta aventura les llevó a un viaje con destino a Rusia en el que en un orfanato conocieron al que hoy es su hijo Rafael. «Rafa vino a nuestras vidas desnudo, con un chupete roto y con muchísima hambre, nada más», recuerda Anabel. Tras varios meses de trámites y gestiones, lograron traerse al niño a España, y aquí empezó una nueva fase de adaptación a nuestro país.
Un día, nada más llegar a Córdoba, lo llevaron a una tienda de juguetes, donde el niño de apenas 18 meses, «casi ni reaccionó». Sin embargo, no pasó lo mismo cuando un rato más tarde entraron a un supermercado a buscar pañales: «Rafa se puso como loco, se agarraba a la comida y se señalaba la boca con el dedo, del hambre que traía de Rusia. No soltaba una lata de aceitunas y hasta nos tuvimos que traer una caja de gambas que tampoco quería dejar», recuerda hoy Anabel con humor.
La «mochila» que traía el niño en los primeros meses en España se notaba cuando pedía las naranjas agrias que crecían en los árboles de la calle, o cuando se comía hasta el limón de los refrescos que pedía su madre en el bar. «Con solo 1 año y medio de vida escondía latas de comida debajo de su camita, y cuando entrábamos en una farmacia no podíamos salir sin que se hubiera tomado un potito de los que veía en el escaparate», dice su madre.
Más allá de eso, en los primeros meses de adaptación Anabel vivió lo que denomina «mi depresión posparto», porque a pesar de todos sus familiares le recordaban lo afortunada que era al tener a su niño ya en España, «yo no dejaba de acordarme de lo que había visto en Rusia cuando fuimos a recoger a Rafa».
Y es que en el orfanato en el que recogieron a su hijo, «los niños se nos agarraban de la mano y nos decían: «Papá, avión”. Eso, y ver el hambre que debían pasar allí, me hacía llorar por las esquinas. Me acordaba de ellos todos los días», reconoce.
Por eso, al poco tiempo Rafael y Anabel se embarcaron de nuevo en un proceso de adopción, pero no fue sino hasta llegar a Rusia de nuevo cuando les comunicaron el lugar donde les esperaba la hija que habían solicitado: un hospital para niños con discapacidad intelectual.
«Se me cayó el alma a los pies y entré en pánico, pero al poco nos empezó a invadir una paz y una confianza que no era nuestra. No podía venir más que del Espíritu Santo», dice Anabel.
Así recibieron a Ana, una niña de apenas 4 años «también con su mochila» que, al día siguiente de llegar a España, ya estaba vestida de gitana para la Feria de Córdoba. «Nosotros hicimos la adaptación a lo bruto», ríe hoy su madre.
Ya han pasado varios años de todo aquello, y Anabel recuerda que ambos, cuando llegaron, «no sabían ni besar. Rafa expresaba su cariño dándonos cabezazos, y cuando nos acercábamos Ana se asustaba pensando que la ibas a morder».
Hoy Rafa es un mocetón que está a punto de entrar a la universidad, y Ana, a pesar de que tras su llegada a España ha pasado ya por ocho operaciones, es una niña bellísima que baila y monta a caballo. A ninguno de ellos les han ocultado que son adoptados y todo lo que pasaron para traerlos a casa: «Cuando se lo conté a Rafa, me dijo: “Mamá, ahora te quiero más”», dice Anabel emocionada.
Y Dios, ¿qué pinta en todo esto? «Él ha estado con nosotros en todos estos años, a nuestro lado —contesta Anabel—. Él ha sido el que nos ha dado la felicidad y la paz en medio de esta lucha constante. Ha ido preparando todo para hacer de toda esta historia nuestro camino, y lo ha ido encauzando todo a pesar de las dificultades. Sin Dios, habría sido imposible. Rafa habría sobrevivido de alguna manera, pero creo que Ana no…».
Además, lejos de transmitir una falsa imagen de heroicidad, esta cordobesa de raza afirma que «nosotros no hemos hecho ninguna obra de caridad. Son estos niños los que la han tenido conmigo, porque me han hecho la madre más feliz del universo».
A la hora de hablar sobre el galardón que le concede el Instituto de Estudios de la Familia de la Universidad CEU San Pablo, Anabel Mialdea deja claro que «yo no quiero promocionarme a mí misma», y que el importe lo va a destinar a la asociación Adevida Córdoba. «Llevo trabajando con ellos 30 años, y creo que no hay cosa más bonita que la labor que hacen por estos niños y estas madres», afirma.
Junto a ella, el CEU ha otorgado su Premio a la Defensa Pública de la Vida al presidente del Colegio Oficial de Médicos de Madrid, Manuel Martínez-Sellés, así como dos accésits a Rescatadores de San Juan Pablo II y a 40 Días por la Vida. También ha concedido el Premio CEU a la creatividad de los alumnos en la defensa de la vida a Irene Barajas, una alumna de Farmacia y Biotecnología que ha elaborado un emotivo vídeo en contra del aborto.