Los escritores Enrique García-Máiquez y María Álvarez de las Asturias sostienen que el matrimonio pervive en el cielo. Es una tesis aventurada, sin duda, pero plausible también. Tiene en su contra el inequívoco, abrasador por rotundo, «hasta que la muerte nos separe», pero a su favor el corazón humano y sus aspiraciones: nos resistimos a aceptar que un vínculo tan estrecho, forjado a prueba de discusiones, desvelos, sufrimientos, enfermedades, conflictos, se desgarre con la muerte y Dios no mueva un dedo para impedirlo; a creer que la mujer a la que nos hemos entregado en cuerpo y alma, esa a la que le hemos mostrado los más recónditos recovecos de nuestra intimidad y a la que nuestros hijos llaman «mamá», ya no significará nada para nosotros; a creer que la persona que nos ha acompañado en este valle de lágrimas no nos acompañará allí donde ya no hay lágrimas que enjugarse, en ese reino donde las razones para llorar se han extinguido y solo quedan esas otras que nos mueven a brindar.
Carezco de los conocimientos teológicos necesarios para pronunciarme taxativamente en esta disputa, pero sí puedo decir, primero, que es natural que uno se entregue al juego de imaginar cómo es el cielo y, segundo, que ubique a su mujer a su lado en él. ¿Acaso no sería una falta de amor que no lo hiciese? Yo, que soy un católico poco dado al misticismo, uno de esos a los que Dios se les desvela más en el gozo sensorial que en la oración, más en el desparrame que en la introspección, me lo imagino junto a una mujer, claro, y también con riadas de cerveza, sobremesas que se extienden ad infinitum –que para eso estamos en la eternidad– y un mar barnizado de ocre por los rayos de un sol cansado ya de iluminar el mundo. Proyectamos en el cielo aquello que amamos en la tierra. Sócrates, que no era católico porque Dios solo tuvo a bien encarnarse transcurridos 400 años de su muerte, hacía exactamente lo mismo: imaginaba un encuentro con los hombres sabios que ya habían sido y con los que serían, una conversación inacabable con ellos.
Alguien podría objetar que no tiene sentido imaginar el cielo, que más vale eludir las conjeturas y entregarnos dóciles al misterio. Carnales como somos, condicionados por los sentidos como estamos, jamás podremos concebir debidamente la vida eterna. Nuestra imagen de ella, precisamente por imagen, está siempre abocada a la inexactitud. Pensaremos en el cielo como un lugar, uno con sus figuras, sus contornos y su densidad, cuando lo cierto es que es más bien un no-lugar. Existe, pero no está, o al menos no está como están el bosque, el páramo o el desierto, cuya presencia podemos ver, palpar, oler. Y aunque por una paradoja metafísica siendo y no estando sea más real que lo que es y además está, para nosotros es imposible pensarlo porque somos y además estamos y vivimos rodeados de cosas que son y, como nosotros, además están.
La segunda objeción posible es más preocupante que esta. Acaso nuestras proyecciones del cielo, insultantemente mundanas, puedan sugerir un desprecio hacia Dios, acaso nuestro apego a las criaturas –a la cerveza bien fría, a las sobremesas que se prolongan hasta la medianoche– evidencia un desapego hacia su Creador. ¿Por qué fantasear con un matrimonio eterno, con una conversación que dure sin perder frescura, con un sol que ilumine siempre como en el ocaso, cuando se nos promete la contemplación beatífica de Dios, la posterior resurrección gloriosa de la carne? ¿No debería bastarnos eso? ¿No estamos acaso rechazando a Dios y aferrándonos al polvo?
Yo no creo que sea un desprecio, sino todo lo contrario. Ningún artista consideraría ofensivo que alguien quedase cautivado por su obra y le prestase, en consecuencia, algo menos de atención a él. De algún modo, cuando deseamos un cielo hecho de las cosas buenas que gustamos aquí, en este mundo que es mitad edén, mitad valle de lágrimas, honramos a Dios y cumplimos su voluntad. Nuestro anhelo sugiere una vida dignamente vivida: amamos la realidad que se nos ha concedido habitar hasta el extremo de no concebir, ¡de no aceptar!, una eternidad en la que ella no esté. Amamos tanto a Dios que no queremos desprendernos de sus criaturas ni aun cuando se nos promete tenerlo a Él.
Si esto podemos decirlo de la cerveza, de los atardeceres e incluso del vecino que nos da conversación en el ascensor, ¿cómo no predicarlo de nuestra mujer? Ya nos advierte Chesterton de que Dios ha creado el mundo para que ella goce de él, los pájaros para que pueda oír su gorjeo, las abejas para que pueda paladear su miel, el césped para que pueda acariciarlo. Y nos ha creado a nosotros para que la amemos a ella. ¿Cómo no va a concedernos seguir haciéndolo, es más, cómo no va a exigirnos seguir haciéndolo en la vida eterna, cuando estemos libres ya de las limitaciones de la carne corruptible, libres ya de las ataduras del pecado?