De pandillero a capellán de prisiones
Álvaro Sicán era pandillero en Guatemala, pero el ejemplo de un sacerdote le cambió. Hoy es mercedario y trabaja con internos en Zaragoza. Su historia forma parte de la última campaña de Xtantos
Álvaro Sicán es hoy capellán de la cárcel de Zuera (Zaragoza), pero bien podría haber acabado recluido en ella. «Me tocó alguna vez pegar a alguien o agarrar un bate. Incluso llegué a tener un arma en mis manos, pero, gracias a Dios, no controlé el pulso y el disparo salió mal», confiesa. De hecho, muchos de los chicos con los que Sicán se movía en su juventud, en su Guatemala natal, acabaron muertos o entre rejas. «Algunos se suicidaron, otros murieron de sobredosis y unos pocos acabaron en la cárcel», recuerda el sacerdote, que es uno de los rostros de la última campaña de Xtantos, que anima a marcar la casilla de la Iglesia en la renta. «Detrás de cada X hay una historia: personas con nombres, apellidos y rostros concretos –como Álvaro– que en la Iglesia han encontrado una mano tendida cuando sus vidas estaban rotas o a punto de estallar», explican desde la entidad.
Para Álvaro esa mano tendida fue, además de la de su familia, que se empeñó en educarlo en la fe desde pequeño, la de un franciscano al que el joven veía recorrer las calles de su barrio a diario con un morral repartiendo comida a los más necesitados. Ese ejemplo silencioso hizo brotar infinidad de preguntas en el alma de un Sicán que todavía era capaz de admirar a alguien que ayudaba a los demás, a pesar de que su vida, en ese momento, parecía ir en dirección contraria. Álvaro era miembro de una de las peligrosas pandillas guatemaltecas.
Pero cómo acaba el hijo de una familia católica involucrado en este mundo. Antes de responder, el guatemalteco aclara que «las pandillas de antes no eran como las de ahora». «Había drogas y violencia», pero no en grado superlativo y, «además, había un cierto sentido de hermandad». Fue esto, de alguna manera, lo que le llevó a la pandilla. «Solo tenía hermanas y siempre buscaba algún chico con el que jugar. Eso me hizo acercarme a un grupo de niños de la calle. Se dedicaban a lustrar zapatos y yo trataba de ayudarles en lo que podía». Sicán forjó una amistad especial con dos hermanos, cuyos padres solían dejar encerrados en una habitación mientras se iban a trabajar. «Un día, al volver de la escuela, vi a los bomberos. Me dijeron que la casa de estos dos hermanos estaba ardiendo, que la puerta estaba cerrada y uno de ellos estaba dentro». No pudieron hacer nada por él. Su cuerpo apareció totalmente calcinado y acurrucado sobre lo que antes debía de ser una cama.
Este drama marcó un antes y un después en la vida del pequeño Álvaro. «Me desorienté e inconscientemente me volqué mucho más con aquellos chicos. El sentimiento de pertenencia, de hermandad, era muy fuerte». Hasta que se topó con aquel franciscano, el del morral, al que abordó en una ocasión. «Le pregunté por qué lo hacía». En aquella conversación, «me invitó a dejar atrás la vida que llevaba y a hacer nuevos amigos. “¿Conoces el grupo juvenil de los mercedarios?”, me dijo». Con el tiempo, Álvaro Sicán terminó profesando en la orden mercedaria. El fraile ha trabajado en las cárceles de su país, también en las de El Salvador –donde además pudo colaborar en un hogar para hijos de pandilleros– o de Mozambique. «Desde hace cinco años soy el capellán de la cárcel de Zuera, y también llevo el Hogar Mercedario, donde acogemos a gente que sale de prisión y no tienen familia. La idea es ayudarlos en su proceso de reinserción». Una labor, concluye, que «me hace recordar todo el proceso que yo he pasado».