El contraste era total. Por un lado, en Kiev, Juan Pablo II pedía y ofrecía perdón, el sábado pasado, por las ofensas que en la historia se han dado entre ortodoxos y católicos; por otro, desde la ciudad bielorrusa de Brest, el Patriarca ortodoxo de Moscú, Alejo II, acusaba al Pontífice de comprar la fe de los ucranianos, de hacer proselitismo y de violar el territorio canónico ortodoxo al que pertenece Ucrania. No cabe duda de que este viaje internacional número 94 de este pontificado, a Ucrania, ha sido uno de las más difíciles. Por primera vez el Papa decidía viajar a un país sin contar con la invitación de los líderes de la religión mayoritaria, en este caso la Iglesia ortodoxa fiel a Moscú.
Los católicos, que acaban de salir de las peores catacumbas soviéticas en las que los encerró Stalin, por el único motivo de ser fieles a Roma y de no pasar a la Iglesia ortodoxa, desde hace nueve años le invitaban insistentemente para que fuera a visitarles. El veto del Patriarca ruso llevó al Santo Padre a aplazar en numerosas ocasiones su respuesta. Pero llegó un momento en el que para esos más de cinco millones de fieles era realmente difícil de comprender cómo no podían recibir al sucesor de Pedro, por el que habían dado la vida sus obispos, sacerdotes y laicos, por la simple negativa de un Patriarca ortodoxo lejano. Y Juan Pablo II, al ver esta decepción en los ojos de sus obispos, en una reunión celebrada en el Vaticano, afirmó alzando la voz: No puedo abandonarlos.
Fue así como el Pontífice decidió cruzar el Dnieper. El Papa que ha desafiado con sus viajes a Polonia al comunismo soviético; que hizo frente a un mitin de protesta sandinista en Managua; que retó a la hegemonía mundial de Washington dando la mano al dictador cubano, Fidel Castro, en esta ocasión puso la otra mejilla ante las bofetadas de sus hermanos en la fe de Cristo.
Al observador occidental le resulta prácticamente imposible comprender la actitud del Patriarca Alejo II, que, como diría después Joaquín Navarro-Valls, director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, corre el riesgo de perder el tren de la Historia. Y, sin embargo, el líder de la Iglesia ortodoxa con el mayor número de fieles no tenía otra alternativa, al menos desde un punto de vista político. Veamos por qué.
La cuestión de los greco-católicos
El primer motivo de la oposición de la ortodoxia moscovita se debe a la cuestión de los greco-católicos, cristianos que tienen los mismos ritos y tradiciones de la Iglesia ortodoxa, incluidos varones casados que pueden ser ordenados sacerdotes, pero que son obedientes al Papa. Alejo II los ve como el caballo de Troya católico en tierras ortodoxas. No es la primera vez, sin embargo, que el patriarcado busca su eliminación. En los años cuarenta, con la connivencia entusiasta de los obispos ortodoxos, Stalin decretó la desaparición de la Iglesia católica de rito oriental en Ucrania, y obligó a sus fieles y obispos a pasar a la Iglesia ortodoxa. Los que se opusieron, fueron condenados a la cárcel o al paredón. Todas sus propiedades pasaron a la ortodoxia. Ahora, algo más de cincuenta años después, esos católicos han renacido. Gorbachov les devolvió la libertad religiosa y estableció un sistema por el que se les devolvieron las parroquias que hoy tienen mayoría católica y antes les pertenecían. Como es de comprender, a Alejo II, a quien varias confesiones ortodoxas le acusan, con documentos en la mano, de haber sido agente del KGB en Estonia, aquella medida no le gustó nada. Se ha negado en estos diez años a buscar una solución negociada al problema de las propiedades de los greco-católicos, problema que, por otra parte, ya prácticamente ha quedado resuelto por el sentido común de los ortodoxos y católicos ucranianos que viven a miles de kilómetros de Moscú: más de un centenar de parroquias en la región de Lvov utilizan las iglesias según horarios acordados.
El momento más emocionante de la visita ha sido la beatificación, este miércoles, de los mártires ucranianos en Lvov: un homenaje al martirio de miles de uniatas, como los llama despectivamente Moscú.
Pero existe un segundo motivo más importante aún para explicar la oposición moscovita. Tras la caída del régimen soviético, la Iglesia ortodoxa en Ucrania se ha separado en, al menos, dos cismas. El arzobispo metropolitano de Kiev, Filarete, que quiso ser nombrado Patriarca de la capital rusa cuando el Santo Sínodo eligió a Alejo II, se rebeló. Con la independencia de Ucrania, se autoproclamó Patriarca de Kiev. Furibundo, el Patriarca de Moscú, tras haberlo reducido al estado laical, lo excomulgó. Los ortodoxos que fueron perseguidos en tiempos del comunismo por negarse a hacer pactos con el régimen, también se sublevaron al nombramiento de Alejo II, considerado como agente soviético. Dieron vida así a la Iglesia ortodoxa autocéfala, que también es considerada como cismática por Moscú.
Es muy difícil saber el número de fieles de cada una de estas Iglesias. De hecho, en Ucrania hay ortodoxos que no saben si pertenecen a una o a otra, pues se trata, en buena parte, de una decisión de los párrocos. Según Nikolai Balashov, responsable del patriarcado de Moscú para las relaciones con las demás Iglesias ortodoxas, en Ucrania 8.000 pertenecen al patriarcado de Moscú, unas 2.000 han sido tomadas por Filarete, mientras que las de la Iglesia autocéfala son algo más de mil. Según el Patriarca Filarete, que cita estadísticas elaboradas por Gallup, el 19,5 % de los fieles, es decir, diez millones de ucranianos, pertenece a su patriarcado; el 8,5 %, es decir, 4 millones 250 mil, se adhiere al patriarcado de Moscú. Los fieles de la Iglesia autocéfala serían unos 600 mil. Los indecisos alcanzarían los diez millones. Lo que no dice ninguno de los dos es que los que se proclaman ateos en Ucrania, tras las décadas de comunismo soviético, conforman casi la mitad de la población.
Ante esta situación, Alejo II tenía miedo de que con la visita del Papa, pasara lo que pasó. Es decir, los cismáticos ortodoxos se unieron para darle una acogida impresionante.
Parece que, en Kiev, su sueño de visitar Moscú se ha hecho más difícil todavía. El arzobispo católico de la capital rusa, monseñor Kondrusiewicz, ha afirmado, sin embargo, que el Papa podría visitar Rusia, sin pedir permiso a Alejo II, como tampoco necesita pedir permiso al Papa el Patriarca ortodoxo cuando visita países católicos.