Alain Delon ha dicho que, llegado el momento, pedirá la eutanasia. Si no digo que le entiendo «en lo más íntimo», es solo porque no he sido nunca Alain Delon. No he abrazado al relámpago llamado Romy Schneider; nunca he domesticado al Gatopardo. Jamás sabré lo que es mirar a cámara y que a Occidente se le acelere el pulso.
No conozco su Olimpo, pero sí algo más profundo: su miedo. Miedo a ese día en que perderemos todo. Al papel final que nos está asignado; al mendigo, al leproso que seremos. Que siempre fuimos, en realidad: que Delon lo olvidara alguna vez entra dentro de la lógica; lo fascinante es que se nos olvide a usted y a mí.
El dilema de la eutanasia acostumbraba yo a resolverlo con gran facilidad, recurriendo a la consabida máxima: mi libertad acaba donde empieza la del otro. Pero es una convicción que se me vino abajo hace tiempo. Más o menos, desde que sospecho que la libertad es algo más que una cuestión de lindes. Que hay decisiones del individuo que son derrotas de la civilización. Síntomas.
Ojalá legislar pudiera limitarse a dar opciones, para quien quiera usarlas. Pero nunca es solo eso; y eso lo complica todo. La ley es también (quizás, sobre todo) un mensaje. Un mensaje del poder a los ciudadanos. Acerca de la sociedad en la que viven, las concepciones imperantes, las coordenadas de la moral comunitaria. Sutil, pero inequívoco. La ley es plasmación de una cultura, pero también su causa. Y es un camino de ida y vuelta. Hay situaciones no reguladas; casos en que el interesado no puede expresar su voluntad. Ninguna ley de eutanasia dictaminaba que Terri Schiavo o el pequeño Alfie Evans debieran morir. Simplemente, la cultura imperante no concedía valor alguno a unas vidas sin rastro de placer. Y el juez decidió en consecuencia.
Deje de llamarse liberal, nos dijeron, quien se plantee el dilema. Pues sea. Porque sí: yo sigo queriendo una sociedad donde seamos cada vez más libres. Pero también una donde los triajes sigan causando escándalo. Donde el anciano y el enfermo no duden de que se les valora, y la solidaridad intergeneracional funcione en ambos sentidos. Donde el mensaje suene con claridad inequívoca: mientras estés, estaré. No puedo ahuyentar el dolor, pero sí la soledad: tu miedo será también mi miedo.