Siento que la mano de Juan Pablo II estrecha la mía
Éste es el texto del primer mensaje que leyó el Papa Benedicto XVI, en la mañana siguiente a su elección como Papa, dirigido a los miembros del Colegio cardenalicio, al final de la Eucaristía que presidió en la Capilla Sixtina, y en la que concelebraron todos los cardenales
¡Gracias y paz en abundancia para vosotros! En mi alma conviven en estas horas dos sentimientos contrastados. Por una parte, un sentido de inadecuación y de turbación humana por la responsabilidad que me han confiado ayer de cara a la Iglesia universal, como sucesor del apóstol Pedro en esta sede de Roma. Por otra parte, siento viva en mí una gratitud profunda a Dios, que, como nos hace cantar la liturgia, no abandona su rebaño, sino que lo conduce a través de los tiempos bajo la guía de aquellos que Él mismo ha elegido vicarios de su Hijo y ha constituido pastores.
Queridísimos, este agradecimiento íntimo por un don de la misericordia divina prevalece en mi corazón a pesar de todo. Y considero este hecho una gracia especial que me ha concedido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas, en este momento, particularmente a mí: ¡No tengas miedo!
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días siguientes han sido para la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su desaparición y el sentido de vacío que ha dejado en todos se han templado con la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante largos días en la oleada coral de fe, de amor y de solidaridad espiritual, culminada en sus exequias solemnes.
Podemos decirlo: los funerales de Juan Pablo II han sido una experiencia verdaderamente extraordinaria, en la que se ha percibido de alguna forma la potencia de Dios, que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia, mediante la fuerza unificadora de la verdad y del amor. En la hora de la muerte, conformado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano, reuniéndolo en torno a sí y haciendo sentirse más unida a la entera familia humana. ¿Cómo no sentirse sostenidos por este testimonio? ¿Cómo no advertir el aliento que procede de este acontecimiento de gracia?
Sorprendiendo toda previsión mía, la Providencia divina, a través del voto de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. Vuelvo a pensar en estas horas en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», y la solemne afirmación del Señor: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Te daré las llaves del reino de los cielos».
¡Tú eres Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir la misma escena evangélica; yo, sucesor de Pedro, repito con trepidación las palabras trepidantes del pescador de Galilea, y vuelvo a escuchar con emoción íntima la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis pobres hombros, es ciertamente desmesurada la potencia divina sobre la que puedo contar: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Al elegirme como obispo de Roma, el Señor me ha querido vicario suyo, me ha querido piedra en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A Él pido que supla a la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Me dispongo a emprender este ministerio peculiar, el ministerio petrino al servicio de la Iglesia universal, con humilde abandono en las manos de la Providencia de Dios. Es a Cristo, en primer lugar, a quien renuevo mi adhesión total y confiada: «In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!».
Brújula: el Concilio
A vosotros, señores cardenales, con ánimo grato por la confianza que me habéis demostrado, os pido que me sostengáis con la oración y con la colaboración constante, sapiente y activa. Pido también a todos los hermanos en el episcopado que estén a mi lado con la oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el Servus servorum Dei. Como Pedro y los otros Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único colegio apostólico, del mismo modo el sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles –el Concilio lo ha reafirmado con fuerza–, deben estar estrechamente unidos entre ellos. Esta comunión colegial, si bien en la diversidad de roles y de funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad de la fe, de la que depende de manera notable la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo. Por lo tanto, sobre este sendero en que han avanzado mis venerados predecesores, quiero proseguir preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.
Frente a mí está, en particular, el testimonio de Juan Pablo II. Él deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su enseñanza y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro. Con el Gran Jubileo se ha introducido en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del Concilio Vaticano II. Justamente el Papa Juan Pablo II indicó ese Concilio como brújula con la que orientarse en el vasto océano del tercer milenio. También en su testamento espiritual escribía: «Estoy convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse todavía durante mucho tiempo de las riquezas proporcionadas por este Concilio del siglo XX».
Por lo tanto, yo también, cuando me preparo al servicio que es propio del sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza la voluntad decidida de proseguir en el compromiso de realización del Concilio Vaticano II, siguiendo a mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición bimilenaria de la Iglesia. Este año es el 40 aniversario de la conclusión de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Con el pasar de los años, los documentos conciliares no han perdido actualidad; por el contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes en relación con las nuevas instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada.
De manera muy significativa, mi pontificado se inicia mientras la Iglesia vive el año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no ver en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que estoy llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y fuente de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede dejar de constituir el centro permanente y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que sigue entregándose a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con Él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.
En este año, por lo tanto, se tendrá que celebrar con relieve particular la solemnidad del Corpus Christi. La Eucaristía constituirá el centro de la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia; y, en octubre, de la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, cuyo tema será: La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y la misión de la Iglesia.
Pido a todos que intensifiquen en los próximos meses el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad la fe en la esperanza real del Señor, sobre todo mediante la solemnidad y la dignidad de las celebraciones.
Lo pido de modo especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. «La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, forma eucarística, escribió en su última Carta a los sacerdotes en este Jueves Santo. A este fin contribuye, sobre todo, la devota celebración cotidiana de la Santa Misa, centro de la vida y de la misión de cada sacerdote.
Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden dejar de sentirse estimulados a tender a aquella plena unidad que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo, de modo muy particular, de este supremo deseo del Maestro divino. A Él se le ha confiado la tarea de confirmar a los hermanos.
Plenamente consciente, por tanto, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro ha regado con su sangre, su actual sucesor asume como compromiso prioritario trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Ésta es su ambición, éste es su acuciante deber. Es consciente de que, para ello, no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Son precisos gestos concretos que entren en los ánimos y remuevan las conciencias, llevando a cada uno a aquella conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en el camino del ecumenismo.
El diálogo teológico es necesario. También es indispensable profundizar en la motivaciones históricas de decisiones tomadas en el pasado. Pero lo que más urge es aquella purificación de la memoria, tantas veces evocada por Juan Pablo II, que únicamente puede preparar los ánimos a acoger la plena verdad de Cristo. Cada uno debe presentarse ante Dios, Juez supremo de todo ser vivo, consciente del deber de rendirle cuentas un día de lo que ha hecho o no ha hecho por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.
El actual sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esta pregunta, y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la fundamental causa del ecumenismo. Siguiendo a sus predecesores, está plenamente determinado a cultivar todas las iniciativas que puedan ser oportunas para promover los contactos y el entendimiento con los representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales. A ellos envía también en esta ocasión el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.
Vuelvo con la memoria en este momento a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de la muerte y del funeral por el llorado Juan Pablo II. Junto a sus restos mortales, colocados en la tierra, se recogieron los jefes de las naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero clavó su mirada en él con confianza. A muchos les pareció que aquella intensa participación, amplificada hasta los confines del planeta por los medios de comunicación social, fuese como una petición común de ayuda dirigida al Papa por parte de la Humanidad, que, turbada por incertidumbres y temores, se interroga sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de la tarea de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que ha dicho: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». Al emprender su ministerio, el nuevo Papa sabe que su deber es hacer que resplandezca ante los hombres y mujeres de hoy la luz de Cristo: no la propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a aquellos que siguen otras religiones o que simplemente buscan una respuesta a las preguntas fundamentales de la existencia y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y afecto, para asegurar que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, la búsqueda del verdadero bien del ser humano y de la sociedad.
Invoco de Dios la unidad y la paz para la familia humana y declaro la disponibilidad de todos los católicos a cooperar en un auténtico desarrollo social, respetuoso de la dignidad de todos los seres humanos.
No ahorraré esfuerzos y sacrificio para proseguir el prometedor diálogo iniciado por mis venerados predecesores, con las diversas civilizaciones, para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones para un futuro mejor para todos.
Pienso en particular en los jóvenes. A ellos, interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, dirijo mi afectuoso abrazo en espera –si Dios quiere– de encontrarles en Colonia, con motivo de la próxima Jornada Mundial de la Juventud. Queridos jóvenes, futuro y esperanza de la Iglesia y de la Humanidad: seguiré dialogando y escuchando vuestras esperanzas para ayudaros a encontrar cada vez con mayor profundidad a Cristo viviente, el eternamente joven.
Mane nobiscum, Domine! ¡Señor, quédate con nosotros! Esta invocación, que es el tema dominante de la Carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, también yo renuevo a Dios mi promesa de fidelidad incondicional. Quiero servir sólo a Él, dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Invoco la materna intercesión de María Santísima para que sostenga esta promesa. En sus manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.
Con estos sentimientos imparto a vosotros, venerados hermanos cardenales, a quienes participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la radio y la televisión una especial y afectuosa bendición.
Benedicto XVI