Sin duda recuerdan nuestros lectores todavía conmovidos y emocionados aquel viento recio e impetuoso que se levantó sobre el féretro con los restos mortales del inolvidable y querido Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro: un viento que empezó a pasar las hojas del Evangelio colocado sobre el ataúd; un viento simbólico y sugestivo como nunca. Evangelio puro había sido la vida del Papa que acababa de llegar a la plenitud de esta Vida Última, y Evangelio puro pedía el Espíritu de Dios para la Iglesia del inmediato futuro. La tarde del martes, cuando el Santo Padre Benedicto XVI se iba a asomar, por vez primera, al balcón de la logia de la basílica vaticana, ante el pueblo de Dios apiñado y expectante en una plaza de San Pedro a rebosar, de repente misteriosamente empezó a caer una lluvia inesperada; no había llovido en todo el día, era como una lluvia de gracia la que en ese momento caía sobre la Iglesia universal.
Las campanas de San Pedro y las de toda Roma fueron lanzadas al vuelo dando noticia del nuevo obispo de Roma; inmediatamente le respondieron las campanas de las catedrales e iglesias del mundo católico, hasta las de la más escondida aldea: de Castilla a Cartagena de Indias, de África a Japón, de Oceanía al Polo Norte. Se anunciaba al pueblo un gozo grande: «¡Tenemos Papa!». Los cardenales asomados a los balcones de la basílica como chiquillos grandes aplaudían sin poder contener el gozo por el 265 sucesor de San Pedro que se asomaba al balcón, y cuyas primeras palabras eran para el Gran Papa Juan Pablo II, apagadas por el primer aplauso cerrado de toda la plaza. Acababan de rendir tributo de fidelidad, de obediencia, de felicitación al nuevo Papa que acababan de elegir en uno de los Cónclaves más cortos de la Historia. Sólo cuatro votaciones (Juan Pablo II necesitó ocho) dan idea cabal y testimonian una insuperable lección de unidad en la Iglesia Santa de Dios. ¿Dónde quedaban las quinielas, las elucubraciones, los globos sonda, las ideologías, los intereses tan cacareados en las horas inmediatamente anteriores por los medios de comunicación social?
Bajo el balcón de la logia central de la basílica vaticana hay un bajorrelieve en piedra que representa la entrega por Jesucristo a Pedro, el pescador de Galilea, de las llaves de la Iglesia. Previamente, sólo le había hecho una pregunta: «¿Pedro, me amas más que éstos?». El pescador, como su 265 sucesor acertó a susurrarle: «Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te quiero». Acaso en estas sencillísimas e insuperables palabras está todo el misterio y el secreto de una fidelidad de más de dos milenios. La Iglesia, que hace sólo 15 días padecía un verdadero tsunami de sereno sufrimiento por la desaparición física de uno de los más grandes y más queridos Pontífices de la historia de la Iglesia –resulta difícil no imaginar la sonrisa complacida de Karol Wojtyla desde la ventana de la Casa del Padre–, acaba de vivir un momento fuerte de gozo, de júbilo, de esperanza y de acción de gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es una hora histórica para la Iglesia entera y también para el mundo; de manera muy especial y esperanzada para esos millones de seres humanos que lo han vivido, con miradas atónitas de niños y jóvenes, que, en directo en la plaza de San Pedro, en racimos familiares, cogidos de las manos de sus padres o abuelos, o a través de la radio o televisión, han sentido en su alma la sacudida espiritual de alta intensidad que hace así de inolvidable un acontecimiento eclesial como éste.
«Humilde trabajador en la viña del Señor», se ha definido, en sus primeras palabras, Benedicto XVI, que se ha confiado a nuestras oraciones y que ha puesto su pontificado, para gloria de Jesús resucitado, en las manos de su Santísima Madre. Ala orilla del lago de Tiberíades, el Señor dijo a sus primeros discípulos: «No os dejaré huérfanos». 2005 años después, sigue cumpliendo su divina palabra para gozo y esperanza firme de todos. El nuevo Vicario de Cristo es, a la vez, Pedro y Padre. Todos estamos seriamente obligados a la gratitud por haber aceptado el peso de tanta responsabilidad, y a la plegaria insistente para que pueda responder, con fidelidad, al mandato recibido y al compromiso de ser guía para todos en la verdad y en la caridad. No en vano el lema de su escudo episcopal reza: Cooperatores veritatis.