La Salomé de Caravaggio
Hay quien asegura que la cabeza es un autorretrato del pintor, que tenía sus manos manchadas de sangre
Una noche de mayo de 1606, en el transcurso de una reyerta, Caravaggio mató a un tal Ranuccio Tomassoni, el capo de una banda de facinerosos de Roma. En busca y captura por las autoridades y perseguido además por sicarios de la banda huyó a Nápoles, donde se refugiaría hasta el final de su corta vida, porque tan solo cuatro años después moriría en su viaje de regreso a Roma para solicitar un indulto papal. Tenía 39 años y hoy en día apenas 60 cuadros se consideran auténticos Caravaggios; del resto no hay seguridad respecto a su autoría. En España tan solo tenemos cuatro obras del maestro del Barroco, y una de ellas es esta magistral Salomé con la cabeza del Bautista, pintada precisamente hacia 1607, en la etapa final de su vida.
Alguno de sus biógrafos asegura que por el crimen cometido fue condenado a ser decapitado por cualquier persona que se lo cruzara en el camino, y por este motivo tenía fijación por pintar cabezas cortadas. Este cuadro pertenece a la colección de Patrimonio Nacional y no se veía en nuestro país desde 2016. Ahora, todos los que quieran disfrutarlo no tienen más que acercarse hasta el Palacio Real de Madrid.
La historia que refleja este instante es bien conocida por todos. Al Bautista le salió caro denunciar públicamente que Herodes Antipas no podía casarse con su cuñada Herodías, y ella se la tenía jurada. Herodes le daba largas hasta que cayó rendido ante el baile de Salomé, la hija de Herodías, y le prometió que le concedería cualquier deseo. Salomé, por indicación de su madre le pidió la cabeza de Juan el Bautista. La escena refleja ese momento preciso en el que, en medio de una asombrosa calma, recibe la cabeza del profeta. El verdugo es el único al que parece que le importa lo que acaba de ejecutar. Salomé apenas se atreve a fijar su mirada en el macabro presente que sujeta con las manos.
Hay mucha indiferencia ante una de las muertes más injustas que relatan los Evangelios. Caravaggio manifiesta en Salomé la indiferencia humana ante el sufrimiento ajeno, esa enfermedad que endurece el corazón y es capaz de eliminar cualquier rastro de afecto. La mirada fija del verdugo en la cabeza del Bautista invita a pensar en lo absurdo de la maldad humana. Hay quien asegura que la cabeza cortada es un autorretrato del pintor, que en ese momento tenía sus manos manchadas de sangre. Salomé preside la escena, protegida con un manto color rojo sangre, con ese semblante ausente en el que no encontramos ni alegría ni reprobación. A su lado, la anciana surcada de arrugas ejerce de notario y, enmarcando la escena, ese fondo oscuro contra el que se recortan las figuras, iluminadas con un fogonazo de luz. Sorprende especialmente el espacio vacío a la izquierda de Salomé, una interrogación abierta que refleja el conflicto personal que envolvía a este genio, capaz de mezclar en un mismo instante la miseria humana con el anhelo del cielo.
Este cuadro de Patrimonio Nacional apareció documentado por primera vez en un inventario fechado en 1657, entre las colecciones de pinturas del segundo conde de Castrillo, García de Avellaneda y Haro, que fue virrey de Nápoles entre 1653 y 1659. Posteriormente entró a formar parte de las Colecciones Reales y en 1666 ya figuraba en el inventario del Alcázar de Madrid. La peripecia de esta pintura también es símbolo de la agitada vida de un genio, cuyo estilo acuñó una expresión comprensible para todos: «Esto es muy Caravaggio». Estamos todos de acuerdo; no fue una persona perfecta, pero sí un pintor único.