«No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda»: son las palabras de Pedro al lisiado que pedía limosna, a la puerta del templo de Jerusalén. Lo relata san Lucas en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Pedro, con Juan a su lado, llegaba al templo para «la oración de la hora de nona» y dijo al lisiado: «Míranos»; él «clavó los ojos en ellos, esperando que le darían algo», y en lugar del dinero, encontró la mano de Pedro que «lo incorporó, y al instante se puso en pie de un salto, echó a andar y entró con ellos en el templo por su pie, dando brincos y alabando a Dios».
Cuando Francisco de Asís, en 1209, llegó a Roma, en busca de la aprobación del Papa Inocencio III a su apostolado de pobreza para reparar Mi Iglesia, tal como Dios le había pedido, se dice que tuvo lugar la siguiente escena: después de mostrarle al Poverello de Asís las riquezas acumuladas en la Iglesia, el Papa le dijo: «Ya ves, la Iglesia ya no puede decir: No tengo plata ni oro». A lo que Francisco replicó: «Cierto, y la Iglesia tampoco puede decir ya: En el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda». Pero el verdadero poder de Dios que levantó al lisiado del templo no ha dejado de estar vivo y presente en su Iglesia: el entonces sucesor de Pedro, de la mano de Francisco, entró de nuevo en el templo alabando a Dios. Y el sucesor hoy, con el nombre de Francisco, confesaba en su encuentro con los periodistas, tras su elección, que, al decirle el cardenal que tenía a su lado: «No te olvides de los pobres», pensó inmediatamente en el santo de Asís, y dijo: «¡Ah, cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!».
Hace unos días, el pasado viernes 21 de junio, comentando el Evangelio en la Misa temprana que celebra en la capilla de la residencia de Santa Marta, dijo que «lo primero que debemos preguntarnos es: ¿Cuál es mi tesoro? Ciertamente no pueden serlo las riquezas, dado que el Señor nos dice: No acumuléis tesoros en la tierra, porque al final se pierden. No los podemos llevar con nosotros. Nunca vi un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre», comentó el Papa agudamente, añadiendo la pregunta: «Entonces, ¿cuál es el tesoro que podemos llevar con nosotros al final de nuestra vida terrena? La respuesta es bien sencilla: puedes llevar lo que has dado, sólo eso. Pero lo que has guardado para ti, no se puede llevar». Es el vacío y la desesperación de haberse equivocado de señor al que servir. Una sociedad que adora al dinero, ¿no vemos bien claramente que acaba perdiéndolo incluso antes del entierro? ¿Acaso la actual crisis económica no es en realidad el resultado de esa idolatría?
En la encíclica Centesimus annus, de 1991, el Beato Juan Pablo II puso en su sitio al dinero, al que no se pueden ofrecer sacrificios humanos: «La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Significa que los factores productivos se han utilizado adecuadamente y las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Pero los beneficios no son el único índice de las condiciones de la empresa», pues -añade el Papa- «es posible que los balances económicos sean correctos y que, al mismo tiempo, los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad… No es malo el deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en sí mismo».
Y el Papa Francisco, en la pasada Vigilia de Pentecostés, al preguntarle cómo vivir una Iglesia pobre y para los pobres, respondió con una historia que ya había contado dos veces esa semana, y que resuena como un eco, lleno de su habitual fuerza expresiva, del texto citado de Juan Pablo II. Se trata de «un midrash bíblico de un rabino del siglo XII, que narra la historia de la construcción de la Torre de Babel. Para construirla, era necesario hacer los ladrillos: ir, amasar el barro, llevar la paja, hacer todo…; después, al horno. Cuando el ladrillo estaba hecho, había que llevarlo a lo alto, para la construcción de la Torre. Un ladrillo era un tesoro, por todo el trabajo que llevaba hacerlo. Cuando caía un ladrillo, era una tragedia nacional y el obrero culpable era castigado; era tan precioso un ladrillo que, si caía, era un drama. Pero si caía un obrero no ocurría nada, era otra cosa». Y añade el Papa: «Esto pasa hoy: si las inversiones en la Banca caen un poco…, tragedia…, ¿qué hacer? Pero si mueren de hambre las personas, si no tienen qué comer, si no tienen salud, ¡no pasa nada! ¡Ésta es nuestra crisis de hoy! El testimonio de una Iglesia pobre para los pobres va contra esta mentalidad».
Es la pobreza que abre el gozoso cántico de las Bienaventuranzas. La misma de Jesús, que, en expresión de san Pablo, «se hizo pobre ¡para enriquecernos con su pobreza!» La plata y el oro endiosados ya vemos lo que dan de sí.