Noche nueva
Se va un año en el que solo habrán fracasado los que lo hayan vivido en suspenso, en espera de tiempos mejores. Lo mismo nos vale para 2022. Afirmar que la vida es lo que pasará después de la pandemia es cambiar las cartas de la historia por las de la histeria
El tiempo, como la razón, nos acompaña, alienta, estimula y, ¡ay!, irremediablemente nos falla para entender el misterio de una vida cuya anchura y profundidad nos supera. No comprendemos por qué el reflejo del espejo nos devuelve cada vez un rostro nuevo. Quisiéramos hacer un pacto, pero en el fondo no querríamos: moriríamos de inanición en un presente eterno sin promesa de salvación. Porque es esa esperanza la que justifica el reloj, a la que nos acogeremos esta Nochevieja de uvas profilácticas y abrazos suspendidos. Otro año empieza y confiamos en que sea mejor. El año del fin de la pandemia, dicen. Esperemos, pero no confiemos a eso nuestra felicidad porque seremos decepcionados. La vida de fuera no es tan importante. El entorno nos condiciona, pero no nos esclaviza. Muros adentro se libra el combate definitivo. Ahí nos la jugamos. Puede que esta Nochevieja en la tele se repitan esos rótulos apocalípticos que nos han acompañado las últimas semanas. Pero los veremos con resignación, como diciendo «pobrecillos, no saben lo que hacen». Y es verdad: no saben que lo que podemos o no hacer no explica lo que somos o podemos llegar a ser.
Se nos va un año en el que solo habrán fracasado los que lo hayan vivido en suspenso, como en espera de tiempos mejores. Lo mismo nos vale para este 2022 que arrancamos. Afirmar que la vida es lo que pasará después de la pandemia es cambiar las cartas de la historia por las de la histeria. Y no sale a cuenta. ¿De qué nos valen tantos lamentos, tantos test, tantos guasaps tenebrosos, tanta advertencia inútil? No confundamos la prudencia –y la obediencia, al César lo que es del César– con la resignación. Podemos evitar reunirnos con los amigos, pero no dejar de tenerlos y disfrutarlos; podemos evitar el metro, pero no dejar de salir a la calle; podemos incluso quedarnos en casa, pero no tenemos por qué fruncir el ceño, cerrar el corazón y volcar nuestra frustración en esa cosa amorfa que llaman vida digital.
Toda esa gente que deambula por la puerta del Sol, bajo la sombra alargada del reloj, encierra el mismo misterio de siempre: el de nuestra radical humanidad. Veo en sus pasos ilusiones, solidaridad, amor, amistad, deseo, necesidad, tristeza, aburrimiento y esperanza; apenas me fijo ya en la mascarilla, que es solo el símbolo de este tiempo concreto, pero que nada supondrá en el enorme ciclo de la historia. Este pesar concreto, esta ansiedad de hoy, nada son en la báscula de nuestra vida y menos aún en la de la historia de la humanidad. Si tienen fe, aunque sea pequeña, frágil y herida, apóyense en esa promesa escondida a la que puso palabras santa Teresita de Lisieux: «La vida es un instante entre dos eternidades».
Enfrentados a nuestros miedos, quizá esta noche pueda ser nueva y nos sirva para recordar, en el silencio ruidoso del brindis compartido, que en realidad no somos hijos de nuestro tiempo, sino tiempo en las manos de Dios. ¿Qué haremos con él?