Todo podía ser muy fácil. ¡¿De verdad todo podía ser muy fácil?! No hacía falta complicarse la vida. ¿Quién hubiera reprochado a aquellos hombres y mujeres haber cedido a las presiones? Es más, incluso había motivos más que justificados, al menos en apariencia, para claudicar. La Iglesia grecocatólica rumana hubiera mantenido sus bienes; los fieles hubiesen podido seguir asistiendo a los sacramentos; nadie hubiera muerto ni sufrido persecución. Todo podían haber sido ventajas materiales y espirituales.
El obispo ortodoxo Justinian Marina, en su discurso de agradecimiento por el nombramiento como patriarca recibido del Gobierno rumano, afirmó que «la Iglesia de Cristo no tuvo una ocasión mejor de poner en práctica las enseñanzas del Evangelio». Los grecocatólicos, en cambio, no parecían estar dispuestos a aceptar la incorporación forzosa a la Iglesia ortodoxa rumana. Y esto a pesar de las promesas que habían recibido los obispos y sacerdotes fieles a Roma. Tendrían asegurado un puesto, un salario, una casa…, pero lo rechazaron.
Llegaron los arrestos. ¿Las acusaciones? Valía cualquiera. Haber pertenecido a un partido; haber realizado «sabotaje económico»; haber escondido a un prófugo; ser espía de una potencia extranjera… «El terror de los uniformes se convirtió en uno de los suplicios cotidianos. Se llegó hasta tal punto que el pánico se desencadenaba solo con oír el ruido de un coche», cuenta el obispo Ploscaru en sus memorias, publicadas en castellano por la BAC con el título Cadenas y terror. Un obispo grecocatólico clandestino en la persecución comunista en Rumanía.
Había razones más que suficientes para el miedo. La Securitate, la Policía secreta rumana, estaba dispuesta a emplear cualquier medio para convencer a los grecocatólicos sobre el camino que debían elegir. ¿Los métodos empleados? Golpear con una barra de hierro las plantas de los pies calzados. A continuación, obligaban a los presos a correr para que no se les hincharan los pies. Esas carreras habitualmente provocaban dislocaciones. En otras ocasiones, las más, el preso atado de pies y manos, con las rodillas pegadas al cuerpo y entre los brazos, era sujetado a una barra de hierro y colocado boca abajo entre dos mesas. Con las plantas de los pies hacía arriba, el preso era golpeado hasta que confesase un delito que no había cometido.
Sin embargo, no era suficiente con torturar al preso, había que humillarlo. Esto lo conseguían cuando quien torturaba era una mujer que golpeaba los testículos del preso hasta que se hinchaban tanto que el torturado no podía caminar y sufría unos dolores atroces. O se ataba al prisionero con las manos sobre la cabeza y se le golpeaba con un saco de arena de cuatro o cinco kilos. Esta tortura no dejaba marcas externas, pero destrozaba los órganos del preso.
Estaba, además, el aislamiento en un cuarto totalmente vacío. Derramaban agua sobre el pavimento frío, de tal manera que, al cabo de uno o dos días, los pies se hinchaban y el corazón empezaba a fallar. Y para provocar mayor daño físico y psicológico, les daban una dieta líquida y se les prohibía ir al baño, obligándolos a orinar en la propia celda si no quería que los riñones se colapsasen.
¿Merecía la pena soportar todo esto? ¿Por qué? La Iglesia grecocatólica de Rumanía, la Iglesia unida a Roma, prefirió la persecución porque eligió la libertad. Así lo expresó el Papa Francisco en la beatificación de los obispos mártires rumanos: «Sufrieron y dieron su vida, oponiéndose a un sistema ideológico que rechazaba la libertad y coartaba los derechos fundamentales de la persona humana. En aquel periodo triste, la vida de la comunidad católica fue sometida a una dura prueba por un régimen dictatorial y ateo».
Todos aquellos que sufrieron la persecución sabían que, solo en la Iglesia y por medio de la Iglesia, se conoce y se vive en la Verdad que es Cristo. Y la unión a la Iglesia exigía la fidelidad a aquel que era el Sucesor de Pedro. A través del sufrimiento aprendieron a imitar a Cristo. Hicieron suyos los sentimientos de Aquel que había muerto y resucitado por ellos, convirtiéndose en testigos de la misericordia divina. «Es elocuente lo que el obispo Iuliu Hossu declaró durante la prisión: “Dios nos ha enviado a estas tinieblas del sufrimiento para dar el perdón y rezar por la conversión de todos”», recordó el Papa Francisco en la homilía de beatificación de este obispo mártir y de otros seis que murieron en la persecución religiosa en Rumanía.
¿Y cómo pudieron soportar tanto y responder con el perdón y el amor hacía sus perseguidores? El obispo Ioan Ploscaru escribe en sus memorias: «Por encima de todo esto, he deseado cumplir la voluntad de Dios, en el lugar y las circunstancias en las cuales Él me quería. Este abandono en la voluntad divina me dio una paz serena y confiada durante el periodo de mi detención».
Ioan Ploscaru
BAC
2020
480
25,5 €