Todos los días pienso que voy a morirme, aunque no sé cuándo ni cómo. Pero sé que moriré. Y este pensamiento, en apariencia trágico, que no niego que no lo sea, me conduce a la acción de gracias y al disfrute de lo que acontece. Escribí hace unos años un poema titulado La muerte es necesaria: igual que para que el amor no se amustie con la duración hay que no perder de vista el deterioro de ese amor, la reconquista, en esta vida, es una habilidad obligatoria si queremos sobrevivir a la nada. Paradójicamente, hay que contar con el final para vivir en el principio.
Hoy me moriré, me repito, y frente a esta certeza aciaga solo caben dos tipos de personas: las que irrumpen en el día como quien entra en un súper y rellenan el carro a la desesperada, ante un cataclismo inminente; o las que no atesoran, sino que se contentan con rumiar este misterio del último día y, de paso, dan las gracias. Para educar el corazón y que no se derrumbe hay que enseñarle la despedida. El adiós es un ingrediente fundamental de la existencia; diría incluso que la despedida –al menos ahora, en esta vida tan rápida–, es una parte indivisible del amor: el mismo Jesús, aunque sea por un tiempo, se despidió de sus discípulos.
Anticiparse a la pérdida echando de menos lo que todavía no se ha marchado, y despedirnos de todo cada día, puede convertirnos en verdaderos adoradores; decir adiós a los árboles del barrio, cada vez que paso a su lado; a mis hijos, cuando recién peinados salen disparados a la calle y decapitan flores con sus carreras; adiós al desayuno en las cafeterías; a esos ratos de lectura en una habitación; a las tardes ociosas en las que uno no hace nada; adiós a los gatos, a la colada o a los otoños que tanto me gustan; adiós incluso al propietario del piso donde vivimos, a la precariedad o a los telediarios.
La despedida nos enseña a no acostumbrarnos, y el recuerdo constante de la muerte es una aguja que nos hace ser conscientes de todo cuanto se nos ha regalado y no hemos conseguido por méritos. Quien hace su casa en la despedida no vive aferrándose a todo lo que encuentra a su paso. Todos los días pienso que voy a morirme, aunque no sé cuándo me moriré ni cómo. Pero sé que moriré. Y este pensamiento –quizás hoy me muera, dentro de un rato–, me hace darme cuenta de que estoy todavía vivo y que son muchas las cosas que tengo que agradecer.