Hay quienes, sorprendentemente, se declaran públicamente católicos y, a la vez, exhiben una notoria crítica hacia el Papa Francisco y su magisterio. No se engañen: ni existen muertos vivientes, ni círculos cuadrados. El oxímoron solo es una figura literaria. No se puede ser una cosa y su contraria. No pueden existir franciscófobos católicos. Y mucho menos, militantes. Un católico difícilmente puede vivir instalado y proclamando en las azoteas esa desafección y fobia hacia Pedro y lo que su autoridad apostólica representa. Conviene que lo sepan. Conviene también que los demás estemos alerta. Quienes se deslizan por esa pendiente están, en verdad, «hiriendo el corazón de la Iglesia» (H. de Lubac), pues dividen y polarizan al pueblo de Dios en torno a la figura del Sucesor de Pedro, poniendo seriamente en peligro la comunión. La «obra del diablo» busca colaboradores de ese tipo; de esos que, so capa de bien y de ortodoxia, se erigen altivamente en jueces incluso de quien tiene la misión y la autoridad para guiar a la Iglesia y presidirla en la caridad.
Quien está «infestado» de esa franciscofobia, probablemente no sea consciente de lo que hace, o quizá deba revisarse en su eclesialidad. Antes eran cuatro opinadores con una incidencia social y eclesial más bien escasa. Ahora son líderes de opinión que escriben y hablan desde atalayas mediáticas relevantes, en tertulias y programas de todo tipo. Con más o menos sutileza, más o menos desfachatez, detrás de mucha de esta crítica late una amarga y gran frustración que, como es habitual, se convierte en violencia. Porque el tipo de sociedad que defienden no resiste la verdadera profecía evangélica que desde siempre proclama la Iglesia y su doctrina social. Por eso quieren otra Iglesia, guiada por otro pastor, que se amolde a su ideal de sociedad, de economía, de ideología política tal vez. No buscan la verdad. Buscan su verdad. La verdadera Iglesia católica, la de Pedro, les resulta incómoda.