La traducción que apreció Menéndez Pelayo
La exposición La Biblia del Oso, en el madrileño Centro Sefarad-Israel, permite aproximarse a la historia de la primera traducción de las Sagradas Escrituras al español desde el hebreo, el arameo y el griego
El Centro Sefarad-Israel acoge en Madrid, hasta el próximo 16 de diciembre, la exposición La Biblia del Oso. Se trata de una pequeña muestra comisariada por Noé Ruiz, graduado en Hebrero Clásico por la Laurel University, que permite aproximarse a la historia de la primera traducción de las Sagradas Escrituras al español desde el hebreo, el arameo y el griego, así como a la historia del protestantismo en España.
En efecto, se trata de la obra que vio la luz el 28 de septiembre de 1569, en Basilea (Suiza) después de que su traductor, Casiodoro de Reina (1520-1594), fraile jerónimo, se convirtiera al protestantismo. Había llegado a la ciudad suiza como prófugo de la Inquisición, que lo andaba buscando por haber abrazado la Reforma y por distribuir la traducción al español del Nuevo Testamento que había hecho Juan Pérez de Pineda (1500-1567), otro protestante español que, como Casiodoro de Reina, pertenecía al núcleo de luteranos de Sevilla.
Las autoridades de Basilea celebraron la aparición de esta traducción, que llevaba en la portada el símbolo del editor e impresor suizo Mattias Apiarius (1495-1554). La traducción la revisó Cipriano de Valera (1531-1602), monje jerónimo que, al igual que de Reina, se movía en los círculos reformistas de la capital hispalense. El Santo Oficio lo consideró un hereje.
Hijos de su tiempo, estos traductores se movían en ese ambiente intelectual que había florecido al calor del erasmismo español y que se volvería sospechoso para la Inquisición por sus inclinaciones reformistas y, en algunos casos, luteranas. Eran tiempos peligrosos. La idea moderna de tolerancia aún no se había consolidado –surgirá precisamente como consecuencia de las guerras de religión del siglo XVI– y tanto en la Europa católica como en la protestante había que ir con cuidado. Al aragonés Miguel Servet (1509-1511 o 1553) lo quemaron vivo en Ginebra, una de las ciudades más importantes de la Europa de la Reforma, por defender el Bautismo adulto y negar la Trinidad.
Desde luego, la exposición puede visitarse con espíritu apologético católico. Hay algunas afirmaciones (por ejemplo, la relativa a cómo se explica la autoría de la Biblia) que, con la Dei verbum (1965) y la Verbum domini (2010), podrían discutirse con un espíritu más fraternal que el de las controversias del siglo XVI. Sin embargo, no estamos en esta exposición para refutar a los reformistas de aquella Sevilla donde, en palabras de la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882), del gran Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), «la influencia enervadora del clima, la soltura y ligereza de costumbres, la exaltación de la fantasía en las provincias meridionales, el influjo de la Reforma […] fueron causas eficacísimas para que arraigara y fructificara la venenosa planta de los “alumbrados”». Mejor dejaremos, pues, las querellas teológicas para otra ocasión y nos centraremos en la belleza del español del siglo XVI que el comisario de la exposición pone, citando en su conferencia La Biblia del Oso a Antonio Muñoz Molina, a la altura del inglés de la Biblia del rey Jaime.
Al Índice de Libros Prohibidos
Podríamos relacionar la Biblia del Oso con los grandes proyectos de traducción y edición que, a lo largo del Renacimiento, se acometieron en Europa. Así estaría, por ejemplo, la Biblia Políglota Complutense (1514), el gran proyecto del cardenal Cisneros, y el Novum Instrumentum omne (1516) de Erasmo de Róterdam (1466-1536). Sin embargo, a la Biblia del Oso la condenó su filiación protestante y fue incluida en el Índice de Libros Prohibidos. Es inevitable ver, en el trasfondo de esta exposición, la tragedia de las guerras de religión y de la ruptura que supuso la Reforma. Durante más de un siglo, la antigua cristiandad se desgarró en campos de batalla de toda Europa. Es una herida que no ha terminado de cerrarse.
Sin embargo, hay belleza en estas páginas, en esta tipografía, en esta portada cargada de simbolismo. El mismo Menéndez Pelayo, cuyo juicio sobre Reina es durísimo, admite que su versión «como hecha en el mejor tiempo de la lengua castellana, excede mucho […] a la moderna de Torres Amat y a la desdichadísima del P. Scío». Si el gran erudito cántabro la leyó y la apreció, no veo por qué no hemos de valorarla nosotros en su justa medida.