Hace unos meses un amigo me preguntó por la moda de las series turcas. Fue a pillar. Sabía que huyo de las modas y de los folletines desde que el uso de razón me enseñó que los ricos también lloran. Le prometí que estudiaría más el próximo curso y aquí estoy: Turquía es el segundo país que más ficción audiovisual exporta, solo por detrás de Estados Unidos. La boyante industria turca (ríete tú de los implantes de pelo), lleva más de dos décadas pegando fuerte y se calcula que tiene un público de 600 millones de personas en todo el mundo. Es la gallina turca de los huevos de oro: Fatmagul, Mujer, Mi hija, Love is in the air, Tierra amarga…
Me he pegado atracón y he vuelto, por instantes, a aquellos inolvidables años de Pasión de gavilanes, Cristal, Esmeralda o Betty la fea. Tienen en común con las telenovelas latinas el melodramón interminable, la exacerbación de las pasiones, la emoción sin contener, y pueden presumir, sin embargo, de una producción más cuidada y unos guiones, en general, algo más complejos y menos previsibles. No les voy a recomendar con entusiasmo que se enganchen a ninguna, pero, si han de empezar por alguna, hínquele el diente a Mi hija y a Tierra amarga que, en la hora de series por excelencia, nos asalta a diario, de lunes a viernes, a las 17:30 horas en Antena 3 y nos propone convertirnos en prófugos con Zuleyha y Yilmaz, dos Romeo y Julieta que sueñan con casarse y que ven cómo su vida cambia de la noche a la mañana por un asesinato de esos que, por aclamación popular, tienden a ser perdonados. Para mi sorpresa, me he encontrado con una enorme comunidad de terrícolas amargados. Más de un millón y medio de personas están enganchadas a la serie. Ver para creer. Para seguir creyendo en la televisión de toda la vida, con su programación regular, sus cortes publicitarios y sus historias del año 20 antes de Netflix.