Libertad o frustración
Las noticias van consumiendo su ciclo con la misma efervescencia con la que agotamos nuestros días, deprisa, a golpe de emoción sugerida, de insomnio controlado. Y los talibanes lo sabían, lo saben. Así que aquellos muchachos imberbes de las barcas con forma de cisne, probablemente, habrán dejado de sonreír. Cumplieron su misión
«No puede haber paz en un mundo en el que reina el terror». Ese fue uno de los argumentos esgrimidos por el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, en la intervención pública del 7 de octubre de 2001 en la que anunció la intervención militar en Afganistán. Apenas un mes después de los atentados del 11S, Estados Unidos iniciaba la guerra para que los talibanes «pagaran el precio». «Estados Unidos no ha pedido esta misión, pero la vamos a cumplir con la operación Libertad Duradera», afirmó el presidente Bush. 20 años después, es lícito preguntarse si aquellas promesas de libertad han sido satisfechas.
La foto que acompaña este texto nos servirá de guía para entender cómo el país que queda tras 20 años de ocupación es el mismo que había antes, solo que matizado por el tiempo. Las barbas de los talibanes son algo más cortas, sus exposiciones públicas disfrutando de los coches de choque, de barcas con forma de cisne y de otras frivolidades han dado la vuelta al mundo. Ellos son también millennials y zetas: forman parte de su tiempo y la globalización ha llegado a los desiertos lejanos. No parece que hayan cambiado su esencia totalitaria, misógina y antiliberal, pero han aprendido que en este mundo importa más el cómo que el qué. Tras la salida a trompicones de las fuerzas occidentales, los talibanes se esforzaron por lanzar una imagen más amable, conteniendo públicamente las muestras más desagradables de su sharía. Querían ganar tiempo para, poco a poco, volver a reconstruir su Afganistán medieval. Así que sacaron a sus cachorros de paseo a desfilar por entre los objetivos de las televisiones de todo el mundo que, aquellos días de agosto, saciaban la masiva curiosidad ciudadana. Veíamos el espectáculo de la deserción de Occidente desde nuestros sofás de Ikea y nos llevábamos las manos a la cabeza.
Pero unos y otros sabían que las conmociones mediáticas cada vez duran menos. Lo de Afganistán duró lo que duró, hasta que llegó otra cosa, el arranque del curso, una nueva temporada de alguna serie, un partido de fútbol, alguna célebre infidelidad. Las noticias van consumiendo su ciclo con la misma efervescencia con la que agotamos nuestros días, deprisa, a golpe de emoción sugerida, de insomnio controlado. Y los talibanes lo sabían, lo saben. Así que aquellos muchachos imberbes de las barcas con forma de cisne, probablemente, habrán dejado de sonreír. Cumplieron su misión. Les imagino aquella mañana de la foto, nerviosos, dispuestos a jugar su papel. Ajustándose el chaleco de la guerra, ensayando la pose con el fusil –«me ha tocado el 92»–, poniéndose un reloj que lo mismo no funciona.
La libertad y la paz son conceptos que pierden su valor cuando se pronuncian en el fragor de la política y de la guerra. Entonces son más armas que palabras. La libertad duradera que prometió Estados Unidos ha mutado en frustración permanente. La de las mujeres que han dejado de existir en Afganistán, la de los niños cuyo horizonte ha quedado amputado, la del mundo civilizado que ha perdido una nueva batalla.