Ando estos días dando vueltas al límite de nuestra humanidad. Dos lecturas han propiciado estos pensamientos. Dos libros muy diferentes, de dos autores distintos, pero que se han visto enfrentados a la misma realidad: la enfermedad, la posibilidad de la muerte, la propia fragilidad.
La italiana Pia Pera recoge sus reflexiones en un libro de título bellísimo –no en vano, es un verso de Emily Dickinson–: Aún no se lo he dicho a mi jardín (Errata Naturae, 2021). En torno al jardín de su casa en Lucca va entretejiendo sus pensamientos sobre la enfermedad, la progresiva inmovilidad que le angustia, la muerte que se prevé cercana, la posibilidad de una trascendencia. Hay párrafos de altísima belleza entrelazados con otros de honda preocupación: como lectora yo he sufrido viéndola dudar de todo, buscar en pseudoterapias la posible curación, contemplar su dócil credulidad para tantas cosas que le proponen aquellos que ella misma acaba considerando «carísimos charlatanes de todo tipo».
Hay, no obstante, una evolución preciosa: de la consideración angustiada del inminente final (y el período de fuerte dependencia que le precederá), a través de la contemplación de la belleza, la autora llegará a sentir un fuerte agradecimiento por la vida tal cual, la vida desnuda, y así, puede escribir a una amiga: «[…]pase lo que pase, ha sido un milagro que podamos asomarnos al mundo, al menos este rato».
El francés Pierre Amar tiene una biografía muy distinta: sacerdote, más joven, hiperactivo. En Fuera de servicio (Rialp, 2021) narra su historia de enfermedad y dolor con gran contención y enorme fuerza. La situación es parecida a la de Pera –la enfermedad imprevista, grave, el verse inhabilitado para las funciones más básicas, la incertidumbre sobre el futuro– pero ¡qué distintos ambos relatos! Ella se refugia en su jardín, en la belleza, duda angustiada sobre el pasado y el futuro. Él siente los mismos miedos, pero su refugio es una Persona, una Presencia. Sin edulcorar nada, sin idealizar ni adornar nada (¡esos testimonios en que sus propios padres, ya mayores, manifiestan su impotencia y sus frustraciones ante la enfermedad del hijo!), se percibe potente la compañía que no deja nunca de amar, incluso aunque a veces él no la perciba. Ambas obras concluyen en que, «a pesar de los pesares», la vida es bella, vivir merece la pena.