Semilla de eternidad
Hoy se cumplen 40 años de la muerte de Lolo, verdadero hombre de Dios: joven de Acción Católica, eucarístico y mariano, escritor y periodista, ciego y paralítico, pero siempre apóstol incansable y testigo de la alegría de la fe. Por segunda vez, la Iglesia celebra su fiesta, tras haber sido proclamado beato el 12 de junio de 2010, en Linares, la ciudad que le vio nacer, crecer y morir. Pero este año será la primera vez que un texto periodístico forme parte de la Liturgia de las Horas de la Iglesia: el del Oficio de Lecturas de su fiesta. Se trata de su artículo Oración ante una mano agujereada
El día 3 de noviembre de 1971, día en que Lolo murió, de alguna manera se cumplía lo que él había escrito: Nunca muere el lucero de la madrugada ni el sol lo ahoga. Sólo ocurre que cambia de cielo; así escribió Lolo en su diario el 5 de septiembre de 1965. Y 12 años antes de su muerte, el mismo día 3 de noviembre, entonces de 1959, decía: «Hoy el día sabe a andén de ferrocarril, cuando llega el tren y se baja el amigo a quien hace mucho tiempo no veíamos. Ya Tú estás aquí, sentado junto a mi sillón, y yo te echo el brazo efusivamente por los hombros, mientras, en la hondura, siento tus manos que me palmean anchamente el corazón como a unas espaldas». Al escribir estos renglones, quiero recordar aquel día, 3 de noviembre de 1971, y aquella hora del mediodía, en que unos pocos privilegiados de Dios tuvimos el regalo de la Providencia de estar junto a este hombre, santo y bueno, en el momento de su paso al Padre.
Lolo había escrito muchas veces sobre el misterio del dolor y su valor redentor. En estos días, me ocupo de finalizar los índices de los 307 artículos recopilados, que él publicó en más de una docena de revistas y periódicos. Uno de ellos, Oración ante una mano agujereada, es el texto que en este día se leerá como texto litúrgico del Oficio de lecturas. Es la primera vez que un trozo de periódico se convierte en lectura oficial y litúrgica del Breviario de la Iglesia.
El valor redentor del dolor
Son alrededor de 30 los artículos que Lolo dedica al valor redentor del dolor; además de los 118 números de la revista Sinaí, que cada mes dirigía a los enfermos que ofrecían su dolor por la prensa y los que trabajan en ella.
No es cuestión de reproducir la riqueza tan abundante de esos escritos, llenos de un magisterio —misionero y evangelizador— que ejerce desde la prensa, hablando de cualquier tema religioso o profano. Pero, en cuanto al valor redentor del dolor, está este precioso texto suyo: «Tres actitudes ante la presencia del dolor: la de aquel que aún no ha ido más allá del escozor de su herida: Dios me ha quitado… La del que acepta, sin entrar en su espíritu de actividad santificante: Dios me ha pedido… Y la de aquel que, comprendiendo el valor comunitario del sufrimiento, se da de lleno al ideal de redención: Señor, te ofrezco…».
La muerte también era tema de sus reflexiones: «¡Oh, Señor…! Ponme Tú la imagen luminosa de la muerte entre las sienes como un tizón ardiendo. Que yo vea a los médicos delante, dejando ya de recetar, y todo mi interior suene, en cambio, a bronce de campanas. Dame la fuerza y el valor para mirar cara a cara a la muerte y no tenga que cerrar, temblorosamente, mis ojos; que la mire y huela a rosas, note luces, palpe, en fin, las alegrías. Allí, Tú, adelantándote ya en el camino, en dulce impaciencia, como el enviado más maravilloso» .
La noche última de su vida la cuenta, con inmenso cariño, su hermana Lucy: «Aquella última noche fue muy dura. Lolo mezclaba sus dolores con las jaculatorias: Dios mío, ayúdame. Me decía: No te canses de dar; aunque tú no recibas; ¡es tan bonito dar…! Sin duda, tuvo horas de profundo Getsemaní. En esa noche hubo de sufrir muchos dolores, pero se sobreponía y, en los ratos en que me acercaba a él, me dijo: ¡Qué mala sombra; quiere el demonio meter la pata!; y le escuché, a raíz de ese momento, muchas jaculatorias».
Sus momentos finales, el mediodía del 3 de noviembre de 1971, cuando yo mismo le acercaba a los labios el crucifijo para besarlo, a su oído íbamos rezándole el Padre nuestro. Él había escrito: «¿Cómo es Dios? Dime primero que Padre, y después me dices lo que quieras».
La agonía aceptada
La agonía como un momento cierto y aceptado había estado presente en sus escritos. «¿Tú te acuerdas los temblores que nos daba siendo niños el tener que entrar en un cuarto oscuro? Pues así estoy yo, suda que te suda… Qué dura es la angustia, aunque, ¡si sabrás Tú de agonías para que yo te lo diga!», escribe. Aquella, su última agonía, fue de pocos momentos: pudo rezar, pudo abrir sus ojos ciegos para encontrarse con Dios. Lucy y Expecta, sus hermanas, y el Gorrión, estaban allí. Lucy rezaba: ¡Dios mío, déjamelo otro poquito más! Yo mismo le ponía mi brazo bajo su espalda, para que Juan Pérez, su médico y amigo, le diera masajes en el pecho… Empezamos el Ave María. Y Lolo se durmió en el Señor. ¡El dies natalis! El día en que él nace para el cielo. En ese momento, a los pies de su cuerpo todavía caliente —porque él así lo había pedido—, comencé la celebración de la Santa Misa. En sus manos estaba el crucifijo, que un día le había regalado un misionero. Última voluntad: morir con las manos abiertas: «Si la tentación me cerca y el egoísmo quiere cerrar mis puños, Tú, Señor, me clavas las manos y, ya, que se queden así para siempre».
En la piedra que cubriría su sepulcro, una leyenda: Aquí se ha sembrado una semilla de eternidad, porque él había escrito: «Ahora, de pronto, al fin caigo y digo aprisa la razón de este impulso, que cada mañana me lleva a escribir y que no es más que la necesidad de ir ensanchando la semilla de eternidad que Dios puso en mi secreto de hombre. Doy lo que me ha hecho existir y lo que siento, para vivirlo después con los demás».
A los casi 39 años de su muerte, el 12 de junio de 2010, en Linares, la Iglesia, por decisión del Papa Benedicto XVI, reconoce la gloria de este crucificado, dolorido en una silla de ruedas durante 28 años. Aquel hombre, santo y bueno, Manuel Lozano Garrido, Lolo, que fue en vida un amasijo de huesos doloridos, había sido honrado y ensalzado, para gloria de Dios, como una joya más en la vida de la Iglesia, esposa de Cristo.