Norma Pimentel: «Ahora hay más disposición para escuchar a los solicitantes de asilo»
Es la monja de los inmigrantes. Su labor en la frontera sur de Estados Unidos para ayudar a las miles personas que llegan a ese país buscando asilo ha sido reconocida por la revista TIME y por el Papa Francisco
Sister Norma es una mujer enraizada en la frontera, acostumbrada a ver sueños que comienzan y otros que mueren. La religiosa de los Misioneros de Jesús coordina desde 2014 el Centro de Refugio Humanitario en la localidad texana de McAllen, hasta donde son conducidas por las autoridades fronterizas las familias vulnerables con menores de 6 años a cargo. Este es el único perfil de inmigrantes que cruzan la frontera de forma ilegal que no es deportado de forma inmediata a México. La Administración Trump aprobó la regulación conocida como Título 42, que permite expulsarlos en caliente amparándose en criterios de salud pública. «Les vino muy bien la pandemia», apunta Pimentel. Según explica, Joe Biden está planeando suspenderla.
La mayoría de estas familias proviene de Centroamérica: El Salvador, Honduras y Guatemala. «Algunos te cuentan sus historias de terror. Huyen de la violencia, de las dificultades. Tienen miedo, porque con 8 años sus hijos pueden ser reclutados por el crimen organizado». Una circunstancia que ahora les puede llegar a proteger. Cuentan con un permiso de residencia en Estados Unidos de 60 días, y mientras pueden viajar y tramitar la solicitud de asilo. «El Gobierno anterior rechazaba un 99 % de las solicitudes que se presentaban. Esto ha cambiado; ahora hay una disposición muy distinta para escuchar sus historias y abrir un proceso legal», dice la monja, nacida en Brownsville, la ciudad más al sur de Texas, e hija de inmigrantes mexicanos.
No obstante, el proceso es muy lento y farragoso. Además, hay mucha desinformación: «Las familias no están al tanto de las políticas de cada momento. Saben que ahora son más receptivos, pero no saben exactamente qué tienen que hacer». Son muchos los que piensan que «por haber puesto un pie en EE. UU. ya está todo». Pero la batalla por conseguir el visado acaba de empezar. Cada poco llaman a su puerta decenas de personas que reflejan en sus rostros un viaje infernal. «Recorren a pie cientos de kilómetros desde que salen de sus casas. Por el camino hacen frente a muchos peligros. Como poco, les roban o los secuestran», detalla. Lo más triste es «ver las condiciones en las que llegan. Llenos de lodo, muy sucios… La mayoría no se han podido duchar en semanas. Tienen hambre y sed. Están muy cansados, pero el miedo les mantiene activos». Por eso la también directora de la Fundación Caridades Católicas del Valle del Río Grande intenta que este lugar sea un remanso de paz. Al menos por unas horas, hasta que retoman el viaje. «Aquí pueden hacer un alto en el camino. Contactamos con sus familiares y hasta que les compran el billete pueden comer algo y recuperarse». Muchos solo se quedan un par de horas, «pero es increíble cómo cambian. Incluso los chiquillos se relajan y empiezan a jugar por el patio», describe. No hay día en el que no se tope con la injusticia que supone haber nacido al otro lado. Sin embargo, nunca hasta ahora se había sentido tan desbordada. «No sabemos qué hacer con los espacios. Tenemos capacidad para 1.200 personas, como mucho para 1.500, pero estamos viendo a 2.000 personas al día. Estamos sobrepasados», explica poco antes de comenzar como una voluntaria más a repartir comida, agua y mantas. Las razones de este aumento son desconocidas, pero para «poder manejar lo mejor posible esta situación» está pidiendo a la guardia fronteriza que derive a los inmigrantes a otros centros de acogida. Su sueño es poder abrir otro. Por eso agradece los reconocimientos públicos, como el de la revista TIME o el Papa: «Son una oportunidad para visibilizar el sufrimiento de estas personas».