Estados Unidos, tierra de libertad
La libertad y la religión han estado íntimamente unidas en la historia del pueblo norteamericano. Todo un contraste con la endeble alianza del trono y del altar, característica del Antiguo Régimen en Europa
Toda visita de un Papa a Estados Unidos contendrá siempre un llamamiento, de uno u otro modo, a la libertad de las conciencias, pues es un país en el que, por sus tradiciones históricas, esta apelación debería tener un amplio eco. La auténtica libertad de las conciencias conlleva, a su vez, libertad de culto y libertad religiosa. Estos dos aspectos de la relación del ser humano con Dios que, por desgracia en otros países occidentales se ha pretendido disociar, no permanecen separados en la patria de Washington y Lincoln. En efecto, los padres fundadores de la nación norteamericana no concibieron una estricta separación entre la Iglesia y el Estado hasta el extremo de prohibir cualquier expresión religiosa a los líderes políticos o despojar de símbolos religiosos a los espacios públicos. Tampoco aspiraron a establecer ninguna teocracia y defendieron el principio de libertad religiosa. Para ellos no era, en absoluto, incompatible ser un buen ciudadano y practicar la propia religión. Esto explica que la libertad y la religión han estado íntimamente unidas en la historia del pueblo norteamericano. Todo un contraste con la endeble alianza del trono y del altar, característica del Antiguo Régimen en Europa, y que vinculaba el destino del cristianismo al del Estado.
Alexis de Tocqueville intuyó en La democracia en América los signos de un tiempo nuevo. En la década de 1830, el pensador francés se sintió fascinado por una democracia como la norteamericana que fomentaba el asociacionismo y la participación comunitaria en la vida social. También le llamó la atención que en algunas de las cabañas de pioneros que visitó se podían encontrar ejemplares de la Biblia y de las obras de Shakespeare. Con semejante bibliografía, en la que las referencias cristianas están muy presentes, se puede concluir que esos norteamericanos no se dejarían atrapar ni por el fatalismo ni por las utopías políticas y sociales, latentes en la Europa del siglo XIX y que emergieron con estrépito en el siglo XX. Y como no podía ser de otro modo, donde existe una sociedad civil vigorosa, en la que florecen valores morales y espirituales, la libertad religiosa encuentra un buen acomodo.
La Campana de la Libertad
El viaje del Papa Francisco termina en Filadelfia, donde clausurará el Encuentro Mundial de las Familias. El Pontífice tendrá en cuenta seguramente la importancia de esta ciudad en los orígenes de Estados Unidos. Allí se redactó la Declaración de Independencia, el 4 de julio de 1776, en la que se afirma «la igualdad de todos los seres humanos dotados por su Creador de ciertos derechos humanos inalienables», y se expresa «una firme confianza en la protección de la Divina Providencia». También en Filadelfia se encuentra la famosa Campana de la Libertad, todo un símbolo del reconocimiento y defensa de los derechos cívicos y de la libertad religiosa. Precisamente una pequeña reproducción de la campana fue regalada al Papa por el alcalde de la ciudad, Michael Nutter, en su visita al Vaticano en marzo de 2014. Recordemos además que en su homilía del 3 de octubre de 1979, en el Logan Cercle, san Juan Pablo II se refirió a este icono de la historia norteamericana. Señaló que en la Campana aparece grabada esta cita bíblica: «Pregonaréis la libertad por toda la tierra» (Lev 25, 10), aunque a la vez insistió en que la libertad adquiere su significado más profundo cuando se refiere a la persona humana. El hombre es verdaderamente libre cuando es capaz de escoger el bien que está en conformidad con la razón y, por tanto, con su propia dignidad humana.
En Filadelfia, Francisco utilizará el mismo podio en el que Lincoln pronunció su célebre discurso de Gettysburg en 1863, en plena guerra de Secesión, y que finalizó con estas palabras: «Que esta nación, bajo la guía de Dios, conozca un nuevo nacimiento de libertad». No cabe duda de que estamos ante el escenario más adecuado para que Francisco defienda la dignidad de los seres humanos por encima de toda raza o credo, y también de aquellos que han tenido que abandonar sus países de origen en busca del futuro de justicia y libertad que se les negaba. Y eligieron un destino, Estados Unidos, en el que generaciones anteriores vieron una tierra de prosperidad, en la que ha convivido un crisol de culturas que hizo realidad uno de los primeros lemas nacionales, E pluribus unum. Esta «unidad en la diversidad» puede sintonizar bien con los llamamientos del Papa Francisco de acogida y salida al encuentro, y con su proclamación de un Año de la Misericordia para recordar que nadie está excluido del amor de Cristo.