El virus conmigo fue benévolo desde el punto de vista médico, pero metafísicamente demoledor. Durante largos días fui excluido de la civilización y del mundo, bajo arresto domiciliario. Me quedé como ciego, sordo y despellejado. Y cuando solo pude poner mis esperanzas en el poder de traslación del vino, fui privado de gusto y olfato. Entonces, mi propia existencia comenzó a emborronarse, porque el cogito ergo sum nunca fue nada más que una frase de galleta de la suerte. Prescindir de los sentidos es un lujo que solo puede permitirse aquel que los tiene, y mientras viva secretamente de sus beneficios.
Por eso, aunque la anosmia aún me tortura, al recuperar el gusto el mundo fue dibujándoseme a sorbos; porque, a decir de Scruton, «solo hay una forma de visitar un lugar con mente abierta, y es el vaso». Así fui recobrando «el sentido arraigado de mi encarnación. Sé que soy carne, subproducto de procesos corporales que han sido elevados a una vida superior por la bebida que se asienta en mi interior. Pero esta misma bebida irradia el sentido del yo: se dirige al alma, no al cuerpo, y plantea cuestiones que solo se pueden formular en primera persona, y solo en el lenguaje de la libertad: ¿Qué soy, cómo soy, dónde voy ahora?». En definitiva, «el vino recuerda al alma su origen corpóreo, y al cuerpo su significado espiritual. Hace que nuestra encarnación se presente al mismo tiempo como inteligible y correcta», pues «este es uno de los grandes méritos del vino: permite situar el problema del yo ante uno mismo y evita la caída en el abismo cartesiano».
Puedo decir con este filósofo inglés Bebo, luego existo. Esta constatación metafísica introduce nuevas perspectivas electorales y sociológicas cruciales, y vuelve esta publicación con rabiosa actualidad. En la confusa dialéctica sobre los bares, los criterios sanitarios y económicos deben ponderarse desde una perspectiva filosófica. Este, como todos los problemas humanos, solo puede ser afrontado desde el punto de vista de la virtud, y esta obra «es un tributo al placer, obra de un devoto de la felicidad, y una defensa de la virtud por un fugitivo del vicio».
La falta de esta perspectiva produjo un espantoso efecto al acabar el Estado de alarma: «Debido a nuestro empobrecimiento cultural, los jóvenes ya no cuentan con un repertorio de canciones, poemas, argumentos e ideas con los que entretenerse entre copa y copa. Beben para llenar el vacío moral generado por su cultura y, mientras que nos resulta familiar el efecto nocivo de la bebida en un estómago vacío, somos testigos del efecto mucho peor que tiene la bebida en una mente vacía». Naturalmente no faltaron «los agoreros [que] prefieren prohibir nuestros placeres en lugar de descubrir sus formas virtuosas». Pero la falsa ascesis puritana es la causa del vicio, porque acaba «convirtiendo un no rotundo en un sí rotundo».
La mesura solo la enseñan las ventajas racionales. El sacrificio que conlleva se promueve al advertir que la cantidad justa «abre el corazón al afecto, y desvanece esos pensamientos bochornosos que podrían arruinar […] cualquier cortejo que merezca el esfuerzo»; que «cataliza» y sitúa los pensamientos»; que «presenta al bebedor con el sabor del perdón»; que permite revivir en las «almas el acto originario del asentamiento, el acto que ha puesto a nuestra especie en el camino hacia la civilización, y que nos ha enriquecido con el orden de la vecindad y con el gobierno de la ley». Se trata, al fin y al cabo, «de entender la diferencia entre bebida virtuosa y bebida viciosa, reflexionando para ello sobre lo que la bebida ha supuesto para nuestra civilización, tanto como vehículo de la presencia real de Dios, como en cuanto símbolo de las formas de llegar hasta Él».
Roger Scruton
Rialp
2017
304
26 €