Fernando Savater: «La idea de globalización es hija del catolicismo»
Decían los escritores de la generación beat que entablar una conversación con Jack Kerouac, el cabecilla del movimiento literario, era como jugar un partido de balonmano con tres pelotas al mismo tiempo. Tal era su agilidad mental y su disposición al diálogo. Eso pasa con Fernando Savater: es un río con tantos afluentes como posibilidades le deje el entrevistador. Y en nuestro caso hubo muchas derivadas. Da gusto su risa franca y su memoria RAM de última generación. La posibilidad de no coincidir en muchos temas es un acicate para aguzar el oído. Nos faltó tiempo para decírnoslo todo.
Podemos empezar hablando de un mito: la globalización. Mucha pretensión de andar conectados, pero faltan verdaderos encuentros…
La idea de globalización es hija del catolicismo. Fue la primera religión con pretensión de globalidad: el hombre es ciudadano del cosmos, no de un terruño, y sus necesidades trascienden cualquier frontera. Ahora bien, la religión tenía que hacer llegar su mensaje y adaptarse a los lugares de llegada. Los medios de comunicación son importantes, pero no lo son todo. La globalización actual facilita información sobre lugares muy remotos. Yo me he emocionado profundamente con la foto del niño muerto en la playa de Turquía; en otra época me habría enterado meses después. Pero una de las perplejidades de hoy es que nos enteramos de más cosas de las que podemos digerir. Con la globalización nunca la fraternidad ha sido más obvia y, sin embargo, más difícil.
Es verdad, nos quedamos en estado de perplejidad sin fraternidad. El caso del niño muerto produce en el espectador conmoción, pero una inaudita impotencia personal.
La compasión no radica en lamentarse o sentirte interpelado por el dolor de otro, sino en partir de su dolor para darte cuenta del dolor de todos. La compasión es solidaridad con el otro. Lo malo es que las ayudas en la actualidad son muy televisivas y se hacen en formato de show.
Y podemos olvidar que, además de intervenciones para solventar una situación de catástrofe, hay gente que vocacionalmente se entrega, como los misioneros o los Hermanos de San Juan de Dios, que atienden diariamente a 8.000 enfermos en el mundo. Por cierto, a veces creemos que los grandes problemas se solucionan económica o políticamente, pero hay elementos prepolíticos. Si un líder social dice que un territorio de España tiene que nacer de cero, atenta contra la solidaridad, la unidad territorial y la misma historia.
Y también contra la condición misma de ciudadano. La política es lo que cuenta para los resultados, la moral cuenta para la persona. Pero para el resultado social necesitamos la política. Hay gente que puede dar limosna para acallar su conciencia, pero cuando esa acción tiene efectos sociales, es políticamente importante, como convencer a grandes financieros para hacer de la propia vida el orgullo de la caridad y compartir. Hay que fomentar esas virtudes. Y ya que es más complicado crear personas con principios morales, creemos por lo menos espacios morales.
¿Y cómo educar en virtudes?
El camino para la libertad es la disciplina. Hegel decía que ser libre no es nada, llegar a ser libre es lo importante. La educación prepara el camino de la libertad. Por eso es un absurdo plantear qué es lo que el niño quiere, porque el niño quiere que lo dejen en paz. Nosotros tenemos que ofrecer una resistencia, un muro para que la hiedra se desarrolle y transmitamos instrumentos para afrontar el reto de vivir. El educador tiene que caer antipático, es un frustrador, porque el niño cree que tiene infinitas posibilidades y no es verdad.
Hablemos de la naturaleza humana. Yo creo que no somos un molusco sin columna vertebral que se adapta a una realidad que le da el ser, como decía Sartre. Hay un discurso de Benedicto XVI en el Bundestag en el que decía que los jóvenes de los 60 intuyeron que el mundo natural no se puede usar para el propio criterio, sino que en él hay dignidad. Lo mismo pasa con el hombre, hay una ecología humana que habla de la dignidad de su naturaleza.
Hoy la idea de naturaleza está revalorizada por los neuropsiquiatras, el hecho de que estamos predispuestos a… Sartre creía en una libertad exagerada, que cada uno se va haciendo y da igual su esencia. Yo creo que es mas prudente la visión aristotélica: la capacidad de organizarnos dentro de unas circunstancias que no hemos creado nosotros. Yo soy partidario de esa visión clásica: somos libres de elegir en un mundo que no hemos elegido.
En Tauroética criticas a Peter Singer cuando dice que un león tiene más dignidad que un bebé, porque puede manifestar su independencia y el bebé no. Planteas que le ha quitado «sacralidad» al ser humano, que posee un criterio de excepcionalidad, ya que en él ha sucedido una discontinuidad en la evolución. ¿Cuál es el tope de la excepcionalidad del hombre? ¿Solo una irreprochable conducta moral?
Yo creo que el ser humano es solo excepcional para los humanos. De todas maneras, si nos caemos de un octavo piso, da igual que lo haga un arzobispo, un rey o un león: todos nos matamos. Los clásicos explicaban nuestra excepcionalidad porque somos animales que hablamos. Es verdad que no podemos negar nuestra animalidad, pero hay un suplemento relevante: somos seres simbólicos, y nadie inventa su propio lenguaje, ya que exigimos un interlocutor. El tope de nuestra excepcionalidad, por encima del hombre moral, sería la santidad: el mortal que actúa como si olvidase que es mortal. Los grandes santos eran mortales pero actuaban como si se les hubiera olvidado, como si pudieran renunciar a todo aquello que les defiende y protege.
Bueno, todos vivimos con una intuición de inmortalidad; de hecho la muerte nos produce escándalo…
Freud decía que ni siquiera tenemos una representación inconsciente de la muerte.
El hombre reconoce la realidad, observa una razón en ella, un logos, un orden. Y encima es capaz de más, como el niño de Einstein que entra en una biblioteca, sabe que allí hay un orden, que los libros están distribuidos por temas o colores. No sabe leer, pero intuye una razón que ha decidido ordenar aquello.
Pero eso es imposible saberlo, porque los seres lógicos siempre descubrimos un orden en las cosas aunque no exista ese orden. El mismo Einstein decía que lo más asombroso es que podamos comprender algo. La comprensión nos va haciendo el mundo tolerable. Por ejemplo, nosotros vemos la Osa Mayor, pero no hay orden en las estrellas. Lo mismo las formas en las nubes, las diseñamos nosotros. Somos seres que buscamos la verdad pero no la encontramos.
Es cierto que cuando un poeta ve las nubes puede interpretarlas a su gusto y el matemático contarlas. Pero tenemos una capacidad de asombro y gratitud ante la realidad que no deja de ser interpelante. Leía el otro día un poema de Marina Tsvetaieva. Cuando se encontró con un arce bellísimo se persignó por la impresión de gratitud, nos sobrecogemos ante la realidad más allá de que la interpretemos.
Pero justamente La náusea de Sartre es el sentimiento de horror, de nausea, frente a un árbol. Es decir, que la poetisa dice que el árbol le produce gratitud, y a Sartre le repele. Y sin embargo, el árbol no dice nada.
Pero es improbable no reconocer belleza en la naturaleza. Como decía Neruda en su célebre verso, «me gustaría hacer contigo lo que hace la primavera con los cerezos». Cuando a uno le viene náusea, ve la realidad desde una perspectiva enferma.
Pero la realidad está ahí y normalmente no nos afecta. Raramente el pescador se queda extasiado con las puestas de sol en el mar, porque el mar es el sitio donde trabaja. Schopenhauer decía que todas las ciudades nos gustan más que la nuestra porque en ellas no vamos a trabajar.
¿Y no habría que desarrollar esa capacidad de asombro? ¿Para enterrar a los muertos todos valen menos un sepulturero, porque está acostumbrado? ¿Y si el asombro fuera el quid de lo humano?
Yo creo que el asombro es tan subjetivo como cualquier otra cosa. Los animales no se asombran, están programados para reaccionar. El asombro, como la admiración, es algo profundamente humano. Pero inmediatamente el hombre crea conceptos que no existen en el mundo, es nuestra capacidad de ordenar las cosas. Como no podemos vivir en un mundo totalmente desordenado, tenemos la necesidad de ordenarlo.
Hablemos de la laicidad, término genuinamente cristiano. La religión no puede acotarse al marco privado. La Iglesia tiene el derecho de intervenir en asuntos que afectan a la vida o el comportamiento de los seres humanos. Las realidades terrenas gozan de una autonomía de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral.
La religión es asunto privado que tiene exposición pública. Las procesiones de Semana Santa son públicas pero a título privado, no es un hecho institucional del Estado, es como la separación entre delitos y pecados. Es verdad que el cristianismo nace como religión que se opone a los dioses. De hecho, la acusación que hacían los romanos a los cristianos era de ateísmo porque no obedecían a los dioses de la ciudad, que eran la sacralización de las realidades humanas: la agricultura, el comercio… El cristianismo era profundamente desacralizador y apelaba una realidad transhumana.
¿Y qué hacemos con el islam, que no lleva la herencia de la secularidad?
En Occidente no puede haber sharia, sino códigos civiles y laicos.