Los programas religiosos de TVE son el ejemplo perfecto de servicio público. En la difícil hora de la mañana dominical atesoran una audiencia doblemente fiel y llevan, desde hace décadas, mostrando cómo hacer televisión notable con medios muy ajustados. Por allí desfilan espacios evangélicos, judíos, musulmanes y católicos, en un muestrario audiovisual de lo que puede (y debe) aportar el hecho religioso al bien común.
En ese pueblo de gentes tan dispares y al tiempo con tanto en común, habita uno de los programas con mayor solera y reconocimiento (también ad intra, en los despachos y pasillos de Prado del Rey). Es Pueblo de Dios, ahora bajo la batuta de Antonio Montero, que ha cogido con audacia y buen hacer el enorme legado que dejó Julián del Olmo y que, con acentos nuevos, mantiene el espíritu y la letra de un programa que es, por esencia, misionero, y que se adentra en las periferias (más o menos lejanas), con un periodismo comprometido, de reportajes a los que el teletipo se les queda pequeño.
Pueblo de Dios lo mismo se pone al servicio de Tierra Santa que busca caridad entre las piedras, nos muestra de qué manera entender el progreso para que no se haga a costa de la justicia social, viaja al corazón de África o de Iberoamérica, o retrata el rostro de los nuevos samaritanos a la luz de la encíclica Fratelli tutti del Papa Francisco.
Se emite los domingos, en La 2, después de la Misa (a las 11:30 horas), y podemos volver a verlo los jueves a las nueve de la mañana. Son reportajes como Dios manda, con protagonistas-testigos de una fe viva, vivida en comunidad, en un Pueblo, con mayúscula, que se dedica, entre otras muchas cosas, a plantar tiendas de campaña en medio de los desiertos por los que, a menudo, las programaciones de televisión pasan de largo.