En defensa de la vida (im)perfecta
Su cuerpo débil, abatido, pequeño y sagrado es hoy el símbolo de un mundo que necesita recuperar la fraternidad y el respeto por la vida. La vida sin apellidos, sin matices, sin resistencias, sin malditas ideologías
A este paso, nos quedaremos sin poder celebrar, cada 21 de marzo, el Día Mundial del Síndrome de Down. La culpa la tiene el idealismo al que hemos confiado nuestra existencia. Según los últimos datos conocidos, entre el 90 y el 95 % de las madres a las que se les comunica que el niño que esperan puede tener síndrome de Down deciden abortar. La BBC publicaba recientemente un reportaje en el que varias mujeres denunciaban enormes presiones para que lo hicieran. «A las 38 semanas me dijeron que todavía estaba a tiempo de abortar» o «realmente nos presionaron y parecían querer que abortáramos» son algunas de las frases que comentan esas madres, hoy felices.
Según algunos expertos, en 15 o 20 años no habrá niños con esta anomalía en España. Todo tiene que ser conforme a un supuesto espejismo de vida en el que el sufrimiento no existe y el dolor es siempre el enemigo que combatir. Como tal cosa es naturalmente inviable, el resultado es una frustración generalizada que tratamos de orillar a base de orfidales, videojuegos y leyes eutanásicas. Las leyes de hoy acabarán siendo la bibliografía de los libros de historia del mañana. Y esos libros contarán cómo, en España, un mes de marzo de 2021 se aprobó una ley que, sin consenso ninguno y en contra de los informes de los expertos bioéticos del propio Gobierno, legalizaba la eutanasia. Pero los embates a la vida no se limitan a los no nacidos o a los ancianos o enfermos, sino que afectan también a los pobres o excluidos. Mientras nos tienen entretenidos con mociones de censura y elecciones maniqueas, una niña de 2 años tuvo que ser reanimada por efectivos de la Cruz Roja nada más llegar a España la patera en que viajaba. Dos días después fallecía en el hospital. Su cuerpo débil, abatido, pequeño y sagrado es hoy el símbolo de un mundo que necesita recuperar la fraternidad y el respeto por la vida. La vida sin apellidos, sin matices, sin resistencias, sin ideologías, malditas ideologías que justifican o castigan según el caso. La vida entera, de principio a fin, digna en sí misma, abierta al misterio insondable de las dos eternidades que nos rodean, la de partida y la que, al final, si nos dejan, nos permitirá descubrir el velo y mirarle cara a cara.
Hoy esa pequeña nos interpela sobre el mal que anida en el mundo, misterio de los misterios, pero quizá más que nunca haya que, con Benedicto XVI, refugiarnos en la esperanza de una victoria ya lograda: «Frente a la divinización fraudulenta del poder y el bienestar, frente a la promesa mentirosa de un futuro que, a través del poder y la economía, garantiza todo a todos, Él contrapone la naturaleza divina de Dios, Dios como auténtico bien del hombre». Algunos pensarán –el argumento tramposo de siempre– que para llegar a un mundo así, mejor no llegar. Dicen, los que, casi siempre con buena voluntad, argumentan así, que lo responsable a veces es evitar toda vida que no cumpla no se qué criterios. Pero es falso: rompamos ese axioma perverso, ese algoritmo inmoral que pretende valorar la vida solo por sus posibilidades materiales.
La vida es perfecta, aunque no lo sea.