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Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero esta ya se encuentra bajo mínimos en el ánimo de las personas que no logran encontrar un trabajo. Porque mantener la ilusión, un día tras otro, sin lograr siquiera una sola entrevista de trabajo, pese a llamar a cientos de puertas, es cosa sólo de verdaderos héroes. Pues al final, antes o después, uno cree que el problema está en su persona, que no sirve para nada, que se ha quedado desfasado, y que jamás logrará encontrar un trabajo «de lo que sea». La estima propia desaparece y se corre el peligro de caer en una depresión.
Dejamos atrás unas elecciones autonómicas y municipales que prometen cambios radicales. Y son muchas las personas desempleadas que desean que las fuerzas políticas victoriosas traigan renovados aires de libertad, que sean capaces de facilitar la creación de cientos de miles de empleos, que no metan la mano en la caja jamás, y que consigan recuperar la estima de todos aquellos que, de verdad, buscan un trabajo que les dignifique. Ojalá que no nos defrauden.
Hace años, en un artículo de Martín Descalzo, leía: «De todos los títulos que en el mundo se conceden, el que más me gusta es el de Pontífice, que quiere decir constructor de puentes. En la antigüedad cristiana se refería a todos los sacerdotes, y en buena lógica iría muy bien a todas las personas que viven con el corazón abierto. Es un título que me entusiasma porque no hay tarea más hermosa que dedicarse a tender puentes hacia los hombres y hacia las cosas. Sobre todo en un tiempo en el que tanto abundan los constructores de barreras». Ha sido en mi reciente viaje a África cuando lo he experimentado por mí misma. Buena parte de las personas con las que me he encontrado tenían tan asumida su condición de inferioridad que, aunque compartiéramos mesa, éramos como dos mundos separados. Ni ellos se atrevían a cruzar por respeto a mi condición social, que consideraban superior, ni yo me atrevía a pasar al otro lado pensando que tal vez hiciese algo que les molestase. Al principio, el desconocimiento de sus costumbres hizo que me mantuviese en la distancia. Al cabo de 48 horas no pude con esa situación. Me resistía a estar quieta mientras niños y adolescentes se mataban a trabajar desde las seis de la mañana. Con tacto, hice por irme acercando a ellos con pequeños gestos que aquí parecen naturales, y allí miraban con asombro. Nunca había experimentado una sensación así. Han sido días duros, pero muy bonitos. Me daba cuenta de que cada vez que me acercaba a ellos, con gestos como llevar los vasos a la cocina después de comer o ayudarles a lavar los platos, era como si yo descendiera a la par que ellos se elevaban, y no nos sentíamos diferentes. Ahora podíamos cruzar de un lado a otro por el puente fabricado entre ambos. Nunca me había imaginado lo que para alguna persona puede significar una simple sonrisa, o un abrazo. Tiene razón Martín Descalzo: no hay tarea más hermosa que tender puentes entre los hombres.
Dentro de unas semanas, del 16 al 21 de agosto, se cumple el cuarto aniversario de la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebró en Madrid en el verano del año 2011. Aquellos fueron unos días en los que de alguna manera todos tuvimos el honor de participar, con el Papa Benedicto XVI a la cabeza, hoy Papa emérito. Fueron días de gracia, inolvidables, de los que no debemos dejar que se apague la llama que prendió desde Madrid al mundo entero. Con la ayuda de Dios, debemos conseguir que esta efeméride mantenga vivo el fuego de la fe, y que sirva para su gloria.
Una joya: Laudato si’ es una profunda e impresionante encíclica. Realista, documentada y de una claridad que no admite excusas. Cualquier conciencia mínimamente sensible ha de sentirse aludida y reaccionar con responsabilidad. «Estamos llamados a ser los instrumentos del Padre Dios para que nuestro planeta sea lo que Él soñó al crearlo y responda a su proyecto de paz, belleza y plenitud», nos dice el Papa. No tenemos derecho a estropear la obra del Creador. Esta defensa extraordinaria que hace el Santo Padre Francisco de todo lo creado recuerda al himno de los tres jóvenes que leemos en Daniel 3, y en el Salmo 150 (que es como una explosión de gozo de todo el universo creado): «Bendecid al Señor todas sus obras, alabadle y ensalzadle para siempre. Bendecid, cielos al Señor; bendecid al Señor todas las aguas; sol y luna, estrellas del cielo; lluvia y rocío, todos los vientos, fuego y calor; rocíos y escarchas, hielos y nieves, noches y días; luz y tinieblas, bendecid al Señor. Bendiga la tierra al Señor; montes y collados y todas las cosas que germinan en la tierra. Fuentes, mares y ríos. Todo lo que vive en el mar y las aves del cielo. Todos los animales y ganados. Bendecid hijos de los hombres al Señor. Alabémosle y ensalcémosle para siempre. Alabadle por sus grandes obras. Todo espíritu alabe al Señor…» Y para que todo lo creado dé gloria al Creador, el ser humano, con su inteligencia y voluntad, ha de respetar la naturaleza, usándola con responsabilidad y gratitud por tanta maravilla. ¡Gracias, Santo Padre, por recordarnos que hemos de cuidar esta «casa común» a la que nos ha traído el Señor para que le demos gloria!