La escucha de la Palabra de Dios
2º domingo de Cuaresma
Como voz del Señor, que nos habla y nos invita en este tiempo a la conversión, la Palabra de Dios es uno de los elementos que recibe mayor atención durante el ejercicio de la Cuaresma. De este modo, junto con la llamada a la oración, la Iglesia nos anima a una escucha más asidua de la Palabra, a cuyo fin contribuye la articulación de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone en la Misa y en la liturgia de las horas. Bien sea los domingos o entre semana, la Escritura nos guiará gradualmente hacia la Pascua propiciando que nuestro corazón y nuestra mente estén abiertos a comprender en profundidad los misterios cristianos que en ella celebramos mientras contemplamos a Cristo en su subida a Jerusalén. La ordenación actual del leccionario de la Misa prevé tres ciclos dominicales, acentuando, dependiendo del año, temas como la alianza, la llamada a la conversión, la glorificación de Cristo o las implicaciones del propio Bautismo. Sin embargo, en los tres ciclos, tanto el domingo pasado como el próximo escuchamos el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto y la transfiguración del Señor en el monte, respectivamente, según las versiones de los tres sinópticos.
«Subió aparte con ellos solos»
Es interesante fijarnos en que, en el Evangelio de Marcos, el relato de la transfiguración va precedido del anuncio de la pasión del Señor, predicción que no es comprendida plenamente por los discípulos y que provoca cierto escándalo en ellos. Se trata de una reacción humanamente natural, puesto que no son capaces de captar el sentido último de la entrega del Señor y de valorar la consecuencia final del amor incondicional de Dios hacia el género humano. Allá donde los apóstoles intuyen sufrimiento, dolor y muerte, el Señor les está hablando de gozo, paz y vida. Su pasión y muerte reales, no ficticias, serán un paso en el camino hacia la vida definitiva y verdadera. Precisamente esto es lo que descubre este domingo el texto evangélico. Cuando Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, pretende mostrarles un anticipo de la gloria futura, una gloria que no se desvelará plenamente hasta que hayan recibido el Espíritu Santo en Pentecostés, pero que podrán entender más aún llegado ese momento gracias a la experiencia vivida meses antes en el monte Tabor. Además, el Evangelio no obvia que serán los mismos discípulos los que disfrutan de la visión del monte y aquellos que no pueden aguantar en pie en el monte Getsemaní la noche en que Jesús es entregado. Con ello se nos hace ver que quien participa de la gloria es el que ha acompañado a Jesús en los instantes más dolorosos de su vida.
Salvador e Hijo de Dios
Por otro lado, asistimos a una teofanía, a una manifestación de Dios. El Antiguo Testamento contiene ciertos pasajes en los que Yahvé se revela al hombre a través de una luz intensa y de una voz, fenómenos que causan estupor y miedo en quienes están presentes, pero que al mismo tiempo verifican que están ante la presencia intangible pero real del Señor. Los apóstoles pueden confirmar con esta experiencia que Aquel al que ven con unos vestidos de un blanco deslumbrador es el mismo Dios. La presencia en la escena de Moisés y de Elías, representantes de la ley y los profetas, es decir, de la Sagrada Escritura –también asociados con episodios en los que se utiliza un género literario afín,– pone de manifiesto que todo el Antiguo Testamento buscaba la revelación progresiva de Jesucristo como Salvador e Hijo de Dios.
Junto con la aparición majestuosa de Jesús transfigurado aparece una nube, de cuyo interior sale una voz que reconoce al Señor como el Hijo amado, al cual se nos llama a escuchar. Se trata de una escena similar a la del Bautismo del Señor en el Jordán, donde Jesús es reconocido como Cristo, como Ungido.
Por último, el Evangelio no desvincula a los discípulos de la realidad concreta que viven, así como tampoco consiguen comprender en plenitud lo que han vivido. Tampoco nosotros, en nuestro camino cuaresmal, podemos hacernos cargo en profundidad de lo que significa la gloria de Dios hasta que no tengamos la experiencia de celebrar al Señor resucitado al finalizar los días de la pasión.
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué decir, pues estaban asustados. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos.