Un carmelita español en Irak
Desde el año 2004, aproximadamente, el odio y la persecución hacia la comunidad cristiana en Irak se ha recrudecido. Se estima que, del millón y medio de cristianos iraquíes que habitaban el país hace unos años, quedan tan sólo medio millón, viviendo en unas condiciones deplorables de miedo y acoso. Las iglesias se debaten entre la posibilidad de cerrar y ponerse a salvo de ataques terroristas, o permanecer al pie del cañón, como sucede con la comunidad carmelitana donde vive el padre Manuel , que se encuentra unos días en Madrid, descansando
Cuando ya tenía todos los utensilios del periodista desplegados sobre la mesa de uno de los locutorios del convento de carmelitas de la madrileña Plaza de España, el padre Manuel Hernández me pide salir a la calle: «En Irak tengo que vivir encerrado, sin poder salir de la parroquia para no arriesgar mi vida. Ahora que estoy en España, tengo que aprovechar para caminar y respirar aire puro, no sólo por ver la naturaleza, sino también porque el espíritu termina sintiéndose aprisionado, encogido… con miedo». De modo que la entrevista transcurre en el apacible entorno del parque del Oeste.
El padre Manuel es carmelita descalzo. Tras vivir treinta años en el Congo, sus superiores le destinaron a Bagdag, al finalizar la guerra. Era el año 2003, y por aquel entonces la situación no era buena, aunque ni mucho menos se parecía a la de ahora. «Cuando llegué a Irak estaban comenzando los secuestros. Entonces tenían como objetivo, no sólo a los cristianos, sino a toda la gente, especialmente extranjera. Y a la mayoría se les asesinaba, porque entonces el jefe de Al Qaeda en Irak era Al Zarqaui, y quería demostrar que había una revolución y que su proyecto era aniquilarlo todo».
«Desde el año pasado -cuenta el padre Manuel-, se han generalizado los secuestros, especialmente contra los cristianos. Y es que, en Oriente, los países de mayoría musulmana ven como una anomalía histórica la presencia de comunidades cristianas en sus territorios. Y como todo lo que es anormal hay que intentar corregirlo, quieren eliminar la presencia cristiana. El primer ataque a las iglesias cristianas fue en el año 2004».
Significó el comienzo de una oleada de violencia que, desde entonces, se ceba especialmente contra los cristianos, lo que ha provocado que, aproximadamente, un millón de cristianos iraquíes hayan huido o fallecido en esta terrible persecución. Los que no han sido asesinados se han refugiado en países como Siria, Jordania, Estados Unidos o Canadá, donde suelen tener parientes, y también en la zona norte del país, el Kurdistán. Se estima que a estas alturas quedan en Irak apenas medio millón de cristianos.
¡Que traigan las bombas al hombro!
Con la aparición estos ataques, la comunidad del padre Manuel estudió seriamente la posibilidad de cerrar la parroquia a los fieles, para evitar las reuniones de cristianos, que es el objetivo fundamental de los terroristas: asesinar a cuanta más gente mejor. «Llegamos a la conclusión -explica el carmelita- de que sería mucho peor, porque las iglesias allí no son sólo lugares de culto, para los servicios religiosos, sino también lugares de encuentro. En ellas, los cristianos tienen la ocasión de hablar de sus problemas y de ayudarse unos a otros. Así que decidimos no cerrar. Lo único que hicimos fue impedir el tráfico de coches en las calles adyacentes, con la ayuda del ejército americano y la policía iraquí. De esta manera, pensamos: Si traen bombas, por lo menos que trabajen y las traigan al hombro, que el trabajo es muy sano». El padre Manuel se ríe de aquella ocurrencia, con un humor negro que, pienso, debe de nacer espontáneamente en este tipo de situaciones, aunque lo cierto es que resulta estremecedor.
Hasta ahora, ha habido 14 sacerdotes secuestrados -tres de ellos ya decapitados-. Los que han sido puestos en libertad, están tan traumatizados por las torturas que les han tenido que sacar del país. Es una época de martirio, de incontables cristianos asesinados por su fe, como las muchachas asesinadas para obedecer las arengas del imán que pedía la vida de 200 jóvenes cristianas como prenda por todo lo que el cristianismo le había hecho al Islam. «Cogían a las muchachas, les marcaban el número en el brazo, las tenían unos días con ellos, y luego las mataban. Después, las tiraban en las puertas de sus casas, y se iban», explica el padre Manuel.
En medio de esta persecución, los cristianos iraquíes se sienten muy solos, abandonados de cualquier institución que pueda protegerlos. «Una de las pocas tareas que los sacerdotes pueden hacer con ellos ahora es ir a los entierros, y tranquilizar a las familias, consolarlas, hacerles ver que la comunidad cristiana está a su lado. Pero es agotador -explica el carmelita-. Nuestro superior, por ejemplo, nos cuenta que el dolor es tan grande, día tras día, entierro tras entierro, que les sobrepasa».
¿Cómo se puede sobrevivir con la certeza de ser un blanco perfecto para los terroristas musulmanes, sólo por el hecho de ser cristiano? ¿Cómo arriesgar la vida en medio de un conflicto en un país que ni siquiera es el suyo? El padre Manuel sabe que, desde fuera, el misionero es, en ocasiones, un incomprendido. «No somos ningunos idealistas estúpidos», dice, volviendo a utilizar la ironía: «Somos algo más. Somos gente que siempre está en relación con la vida de la otra gente, y te adaptas a ello. ¿Cómo vas a dejar un sitio porque hay un peligro? Si te vas y vuelves cuando todo haya pasado, ¿qué dices? ¿Qué preguntas les haces a la gente? Hay que ser honrado. Yo me siento útil y feliz. Hago lo que me han pedido mis superiores: ayudar a esa comunidad, una comunidad que era muy antigua y que teníamos que relanzar. Además, es importante tener una presencia solidaria para todos esos cristianos que están allí. Aunque esté encerrado, aunque no pueda salir de casa porque mi vida está en juego, me siento útil, porque esas personas saben que estoy allí por amor. Es una manera muy evangélica de dar testimonio de una vida. Es como decir: Estáis en peligro, y yo me quedo con vosotros. Y si nos matan, pues nos matan a todos. Y si llega la paz, pues nos alegraremos todos también».