Azaña presentado con luces y sin sombras
La exposición de la Biblioteca Nacional presenta al político como un intelectual y un estadista, pero se echa de menos una mirada más crítica sobre aspectos como su anticlericalismo o los fusilamientos de Paracuellos del Jarama
La Biblioteca Nacional de España (BNE) acoge hasta el próximo 4 de abril la exposición Azaña: intelectual y estadista, a los 80 años de su fallecimiento en el exilio. Comisariada por Ángeles Egido León, es fruto de la colaboración entre la propia BNE, la Secretaría de Estado de Memoria Democrática y el organismo público Acción Cultural Española.
La muestra sigue un orden cronológico a lo largo de los diferentes periodos de la vida de Azaña (1880-1940) partiendo de su infancia y juventud en Alcalá de Henares hasta llegar a las tres etapas de la historia de España en que Azaña fue determinante: la Segunda República, la Guerra Civil y el exilio. Según los organizadores, «se ha pretendido proporcionar una imagen completa de Manuel Azaña en su triple dimensión: humana, intelectual y política, subrayando, además de su labor como ministro, jefe del Gobierno y presidente de la República, su condición de intelectual de prestigio, así como las duras condiciones de su exilio, que concluyó con su fallecimiento en la ciudad francesa de Montauban, donde su recuerdo sigue presente 80 años después».
A la vista de su aspiración, el objetivo solo se ha conseguido parcialmente. Sin duda, haciendo honor a su título, la exposición presenta a Azaña como un intelectual y un estadista gracias a las aproximadamente 200 obras procedentes tanto de la BNE como de otras instituciones españolas y extranjeras, y que incluyen vídeos y fotografías poco conocidas. Al visitante, pues, se le da cumplida cuenta del lado más luminoso del personaje histórico. No falta la explicación exculpatoria de los terribles sucesos de Casas Viejas (1933), de los que el presidente del Gobierno Azaña no tendría responsabilidad alguna.
Sin embargo, se echa de menos una mirada algo más crítica sobre la Segunda República, en general, y sobre el propio Azaña en aspectos como el anticlericalismo, la persecución religiosa y los fusilamientos de Paracuellos del Jarama. El laicismo radical de Azaña –ahí está la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de 1933– fue uno de los principales factores que condujeron a la división entre españoles y a la violencia política contra los católicos. Al visitante se le presenta la Segunda República como un régimen democrático, moderado, burgués y tolerante. Hay que recordar que esa misma república llegó acompañada de la quema de iglesias, conventos y otros edificios religiosos. No había pasado ni un mes desde el 14 de abril cuando, el 10 de mayo, estallaron los primeros tumultos –se rompieron los escaparates de la librería católica Voluntad, se allanaron las sedes de los periódicos ABC y El Debate– y al día siguiente una turba incendiaba la casa profesa de los jesuitas de la calle de la Flor en Madrid. Siguieron el Colegio de los Padres de la Doctrina Cristiana de Cuatro Caminos, varios colegios de los Salesianos, el convento de las Bernardas de Vallecas, la iglesia de Santa Teresa y San José, el Instituto Católico de Artes e Industrias y otros tantos inmuebles. El día 12 el terror se extendió al resto de España. En total, fueron pasto de las llamas unos 100 edificios.
Azaña era presidente de la República durante las sacas y los fusilamientos de Paracuellos del Jarama. El Martiriologio matritense del siglo XX recoge cifras aterradoras de la persecución religiosa en Madrid durante los años 30 del siglo pasado. Por ejemplo, a 408 sacerdotes y a 17 seminaristas los mataron los primeros meses de la revolución desatada junto con la Guerra Civil. Es más difícil de precisar el número total de laicos víctimas de la persecución religiosa, pero no fueron menos que los sacerdotes. En toda España entregaron su vida, como testigos de la fe –esto es, como mártires– unos 4.000 sacerdotes y seminaristas seculares, 3.000 hombres y mujeres consagrados y miles de laicos. La Iglesia ha elevado a los altares a casi 2.000 de ellos como santos y beatos.
La magnitud del horror y la injusticia del crimen hubiesen exigido un tratamiento y una presencia mayores en una exposición que aspira, como reza la nota de prensa difundida por la BNE, a «acercarse no solo a la figura y a la obra de Azaña, sino también a la memoria de su tiempo».