Las piedras, las palabras y la luz
Ya nadie rezará ante la Virgen en Susha. Miro su imagen y no puedo más que imaginarla a los pies de su Hijo, víctima también del hombre. La veo en esa pared ennegrecida y parece que la escasa luz proviene de su corazón
«Tú sigues viva, de pie, a pesar de tus llagas, en el misterioso camino del pasado y del presente; en pie, sabia, pensativa, y triste, con tu Dios…». Resuenan estos versos entre las piedras caídas y las frustraciones en pie. Han pasado casi 20 años desde que san Juan Pablo II recordara este verso del poeta Hjovannès Tujmaniàn al final de su viaje a Armenia.
En las últimas seis semanas, más de 2.300 militares armenios han muerto como consecuencia de los enfrentamientos desatados con el Ejército de Azerbaiyán, apoyado por Turquía y por mercenarios de origen sirio, que, según Amnistía Internacional, no han dudado en usar bombas de racimo. Desde hace unos días, Rusia se ha desplegado por la frontera entre ambos países para tratar de garantizar un acuerdo de paz que obligará a Armenia a renunciar al 30 % del territorio de Nagorno Karabaj.
Pero el territorio no es un mapa, sino piedra viva y fe. Los armenios que allí vivían son mayoritariamente cristianos. Perseguidos por su fe y ahora obligados a dejar atrás su historia y sus iglesias. Entre ellas, la catedral de Shusha, salvajemente bombardeada a principios de octubre. Turquía es la vencedora en la sombra de uno de esos conflictos que, con más silencio que denuncia, minan la conciencia del mundo. Ya nadie rezará ante la Virgen en Susha. Miro su imagen en medio del desastre y no puedo más que imaginarla a los pies de su Hijo, víctima también del hombre. La veo en esa pared ennegrecida y aún me parece que la escasa luz proviene de su inmaculado corazón. Veo el silencio de los bancos destrozados y me parece escuchar sus bramidos de ents, su protesta lenta ante el odio y la violencia del Hijo caído.
Las fuerzas azerbaiyanas, parapetos del gigante turco, irán ganando posiciones. Y ya sabemos lo que Turquía hace con los templos cristianos. Todavía pesa sobre la conciencia de Occidente el ominoso silencio ante la apropiación de Santa Sofía. Solo el diálogo encuentra a los hombres, sí, pero si ese diálogo se construye sobre la verdad. Los cristianos armenios se sienten traicionados e incluso queman sus casas para no dejar al enemigo la vida que quede en sus piedras. El obispo de Nagorno Karabaj acaba de sufrir un ataque al corazón, ese músculo al que tanto trabajo dio en defensa de una fe que, como él dice, «es como el color de la piel, no se puede cambiar». Europa debe dejar de mirar para otro lado, saber leer los signos de estos tiempos y defender la cruz con la fuerza de la palabra. El drama de los armenios es el anticipo de lo que pasa cuando uno no es capaz de respetar sus convicciones.
Vuelvo a mirar a María y de nuevo evoco aquel discurso del Papa: «La Madre de Cristo guíe a Armenia a la paz que va más allá del diluvio, la paz de Dios, el cual hizo surgir su arco iris entre las nubes como signo de su amor que no tiene fin». Ojalá esa luz que solo puede venir del cielo sea capaz de iluminar el corazón oscuro de quien avanza sobre nuestro Occidente herido.