A Él también lo rechazaron
XIV Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Marcos 6, 1-6
El evangelio de este domingo pertenece a la primera etapa del ministerio de Jesús en Galilea. San Marcos cierra esta etapa en la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Jesús, que representa aquí al pueblo de Israel. Al éxito y la popularidad iniciales suceden el rechazo y el desprecio de Jesús, el Profeta de Nazaret, porque sus paisanos no pueden superar el escándalo de la encarnación del Hijo de Dios, que se oculta en los velos de su humanidad. Los convecinos admiran la sabiduría con que enseña y los milagros de sus manos, pero no aceptan sus propuestas y pretensiones, que les parecen excesivas: ¿qué credenciales podía mostrar para decir y hacer tales signos y prodigios?
Jesús se extraña de la falta de fe de su pueblo, que irá en aumento hasta culminar en el rechazo de la Cruz.
El acontecimiento Cristo es nuestro paradigma, y en Jesús hemos de apoyarnos para encontrar motivaciones y fuerzas para el anuncio del Evangelio: «Ningún discípulo es más que su Maestro». Los cristianos, en virtud de nuestro Bautismo, participamos de la función profética de Cristo. Ahora bien, ser profeta y testigo no ha sido tarea fácil en el pasado, ni lo es hoy, a causa del rechazo del mensaje y de la debilidad del mensajero. Para ser profetas de verdad y no sucumbir en el intento, necesitamos apoyarnos en el Señor, que es quien nos envía a tomar parte en los duros trabajos del anuncio del Evangelio, y a sacar adelante la misión de la Iglesia.
En este breve comentario quiero hacer referencia a los sacerdotes, en cuanto profetas y evangelizadores en esta hora del mundo y de la Iglesia. Necesitamos dos actitudes muy necesarias en nuestro tiempo: la magnanimidad y la esperanza. Recojo aquí un texto lúcido de un libro titulado Sacerdotes para evangelizar, publicado hace unos años por la Comisión episcopal del Clero: «Nuestras comunidades necesitan sacerdotes que no pierdan fácilmente la alegría ante las dificultades; que traten de comprender al otro y sepan soportarse a sí mismos; que no se sientan humillados por los fracasos en la predicación del Evangelio, ni envalentonados por sus éxitos. Sacerdotes que mantienen sin orgullo, pero con entereza, la actitud de quien sigue proponiendo el Evangelio con libertad y sin miedo. Sacerdotes que viven en la esperanza de que el futuro nos lo da Dios, porque es suyo, no nuestro, y que por eso saben que no pertenecemos a una Iglesia ya agotada, pues hay muchas formas de vida en ella, que comienzan ahora a nacer. Sacerdotes que se esfuerzan en descubrir y ver las nuevas iniciativas y se abren a ellas con amor y libertad, con esperanza y ánimo para alentarlas, aunque no sepamos bien cómo se van a integrar en la vida de la Iglesia. Sacerdotes que tienen los ojos bien abiertos para descubrir cómo el Evangelio va fecundando culturas a lo largo de la Historia y cómo el hundimiento de una cultura concreta no supone que se hunda el Evangelio, sino que exige una nueva actitud abierta y esperanzada, para que pueda fecundar nuevas formas nacientes de cultura».
En aquel tiempo fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada:
«¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas, no viven con nosotros aquí?»
Y desconfiaban de Él.
Jesús les decía:
«No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos, y se extrañó de su falta de fe.