El pasado mes de febrero, el relator especial de las Naciones Unidas sobre la extrema pobreza y los derechos humanos, Philip Alston, establecía como estrictamente necesario un programa nacional de renta mínima bien diseñado y adecuadamente financiado, que sirviera «para arreglar lo que está roto» en nuestro país. El pasado 20 de mayo, el último informe elaborado por la OCDE sobre los medios de subsistencia durante la crisis de COVID-19 afirmaba que aquellos países con sistemas de garantías de ingresos mínimos «probados y comprobados» podían estar en mejor disposición para afrontar esta crisis.
Dos posicionamientos que, antes y después de la crisis, apuntaban en la misma dirección: la necesidad de implementar un sistema estatal que garantice unos ingresos mínimos a las familias que se enfrentan a la actual crisis y a las que podrán venir detrás. Un sistema que sirva como herramienta para la inclusión social y, por tanto, para avanzar hacia una sociedad más cohesionada y más justa.
El pasado viernes 31 de mayo se aprobaba el ingreso mínimo vital y de esta forma se daba un primer paso para avanzar en la necesidad que durante tantos años hemos demandado desde Cáritas y la Fundación FOESSA. Estamos, por tanto, asistiendo esperanzados a lo que podría llegar a ser un nuevo derecho social, el derecho subjetivo que nos garantice una prestación económica para las situaciones de la pobreza.
Este primer paso, importante, en la lucha contra una parte de la pobreza, la pobreza más severa, acerca a nuestro país a la media de la protección social del entorno europeo y supone una apuesta en la garantía de los derechos de las personas que están en situación de mayor vulnerabilidad. Una protección que debería mantenerse mientras su situación no mejore. De otro lado, se avanza hacia la existencia de un suelo mínimo estatal común en todo el territorio, que limitará las inequidades territoriales y que asegurará que cada familia, independientemente de su lugar de residencia y de los posibles cambios residenciales, tenga el mismo derecho efectivo.
Pero la experiencia de trabajo de Cáritas, acompañando de diversas maneras a un millón y medio de personas, nos permite señalar aspectos que tal y como están diseñados hasta el momento pueden suponer frenos a la capacidad de inclusión de esta medida, entre los que destacamos que el ingreso mínimo vital excluye a las personas en situación administrativa irregular, a pesar de que la propia Ley Orgánica de Extranjería les reconoce el derecho a prestaciones sociales básicas; la exclusión de las familias que viven en habitaciones compartiendo una misma vivienda con más familias; o la exclusión del ingreso de las personas que estén residiendo de forma permanente en espacios residenciales de Cáritas y de otras entidades.
El desarrollo de esta iniciativa y la esperanza que tenemos en que pueda ser una herramienta al servicio de los más pobres, se encuentra con otras sombras que también constituyen una amenaza. En primer lugar, el riesgo de que las comunidades autónomas realicen una desinversión en las prestaciones autonómicas. Es necesario que estas se sumen como prestación económica que complemente el ingreso mínimo vital.
En segundo lugar, nos preocupa el elevado coste de la vivienda y la inversión que las familias tienen que dedicar al pago de la misma. Y por tanto corremos el riesgo de que los ingresos del de esta medida destinen casi únicamente al coste de la vivienda y de los suministros. Es necesario que el ingreso mínimo vital pueda disponer de un complemento para el pago a la vivienda, de forma que esta medida sea realmente eficaz para las situaciones de pobreza extrema.
En tercer lugar, la medida deja muchos aspectos sujetos a un desarrollo reglamentario posterior y esto configura el riesgo de que la norma acabe perdiendo eficacia, oportunidad, cobertura o intensidad protectora para las muchas familias que se encuentra pasándolo peor. Es necesario que el desarrollo posterior sea capaz de dar respuesta a una realidad de exclusión social que desde Cáritas conocemos bien, una realidad muy compleja y que requiere de un esfuerzo integral y coordinado entre administraciones y con las entidades sociales.
Creemos que las familias y las personas tienen que gozar del derecho a un ingreso mínimo, del derecho a la inclusión social y del derecho a la integración laboral. Y para estos derechos, el ingreso mínimo solo constituye los cimientos del edificio y, por eso mismo, solo un primer paso, sin duda importante, hacia una sociedad más justa.